Gracias a la editorial Malas Tierras, la obra de Sara Gallardo (Buenos Aires, 1931-1988) va saliendo en España de los márgenes polvorientos de la literatura. Ya casi todos sabemos que el ambiente literario de la época, eminentemente masculino, no le perdonó su belleza ni su estatus privilegiado. O tal vez sus novelas estuvieran escritas para que nosotros, lectores del siglo XXI, pudiéramos apreciar su insondable valor literario.
La primera vez que leí a Gallardo pensé de inmediato en la novela Zama de Antonio di Benedetto. En ella, un funcionario de la Corona española del siglo XVIII aguarda en el Paraguay, páramo abandonado, su traslado a Buenos Aires. En uno de sus paseos, llega hasta el río y observa cómo la corriente arrastra el cadáver de un mono. Y entonces el párrafo: “Ahí estábamos, por irnos y no”. Esta imagen inapelable, es perfecta para explicar la coherencia estilística de las novelas de Gallardo. Todas ellas zarandean al lector con su ambivalencia y lo dejan desprotegido con sentencias pesantes, pero a la vez, el lector es arrullado por la maestría con que sabe decir la experiencia de lo humano.
La vigencia de la obra de Gallardo no está tanto en los temas como en el tratamiento que hace de ellos. En Enero (1958), la primera novela que publicó con tan solo 27 años, lo importante no es que escuchemos la voz de la víctima sin voz de un embarazo no deseado. Lo esencial es saber qué siente ese cuerpo pobre y analfabeto, esa adolescente feúcha y flaca, y temerosa de Dios y de los amos. La crítica ha insistido en decir que el hongo negro que le crece en el vientre a su protagonista, Nefer, es fruto de una violación, pero yo no lo tengo tan claro. Gallardo no realiza una denuncia facilona, sino que se pregunta por el lugar incómodo del consentimiento, esa zona imprecisa donde voluntad y deseo desgarran las carnes de las mujeres.
En estas dos novelas asistimos a una misma vocación literaria: alumbrar las contradicciones del alma
Porque Nefer desea, y mucho, y es ahí donde hay que situar su extremada vigencia: en el análisis exhaustivo de la carnalidad que nace en un cuerpo de niña sin herramientas para comprender sus propias pasiones ¿Qué puede hacer una chica sola en el campo? Ceder al deseo ajeno, creyendo que cede al propio. Hay agresión, es cierto, pero la violencia emana, sobre todo, de las instancias de poder claustrofóbicas e hirientes del oscurantismo rural.
En Los galgos, los galgos (1968) asistimos a una misma vocación literaria: alumbrar la ambigüedad y las contradicciones del alma humana, transitar sus vericuetos tan negros y desolados. Aquí el campo emerge de nuevo como emplazamiento simbólico donde los conflictos de clase y de género, la complejidad de los afectos y los deseos no solo no se diluye, sino que se exacerba con brutalidad.
Porque Julián, su protagonista, no lo tiene mejor que Nefer. En Las Zanjas, la hacienda que hereda de su padre fenecido, crece el amor y también la violencia. Gaucho moderno y vagabundo burgués, Julián dice por nosotros el desconsuelo humano, la pérdida irreparable de los seres que alguna vez amamos. Los perros, símbolo de una redención imposible, están por todas partes suavizándonos la vida. De las novelas de Gallardo salimos desportillados y más sabios. En sus páginas, el cadáver del mono va y viene, sin descanso.