En pocos escritores la obsesión por el estilo como una parte del contenido mollar de la obra ha sido tan grande, hasta el punto de poder tacharse de excesiva, como en Flaubert. Ni tan temprana su obstinación en un trabajo para el que se documentaba de forma frenética, hasta el punto de visitar las ruinas de Cartago o pedir prestado al museo de Ruan un loro disecado “para llenarme el alma de loro” con vistas a la descripción del animal de su relato Un corazón simple. Tres obsesiones, el estilo, el trabajo denodado y la documentación, que apenas le dejaron compensaciones.
Nacido en 1821 en el seno de una familia acomodada, con apenas trece años lanza una revista escolar, acompañada con la escritura de varios relatos: antes de lo que podría llamarse adolescencia Flaubert se prueba en el terreno de la poesía, de la tragedia dramática, de las impresiones de viaje y, sobre todo, de relatos, novelas cortas y largas que, salvo Bibliomanía (1837) no se permitió publicar. Mas de mil quinientas páginas que hubieron de editarse póstumas. En esos inicios Flaubert remeda distintos estilos en función de sus lecturas, e incluso acepta los modos y maneras de la escuela “frenética”, que asumía los principios –las negruras, las crueldades– de la “novela gótica inglesa” y que tuvo cierto predicamento en la literatura popular de los inicios del siglo. Cuando por fin se permita publicar en 1857 Madame Bovary, su primera obra, Flaubert tiene 35 años; en su correspondencia –la más importante para la comprensión de un autor– pueden rastrearse sus declaraciones, las affres, las angustias que pasa y pasará a lo largo de toda su vida mientras escribe.
Flaubert odió siempre esa novela no solo por los problemas que le creó con la justicia, sino por esas affres que le cuesta cada página. Aunque salió bien librado –no así Baudelaire, condenado poco más tarde–, el rencor que ya sentía durante la redacción por el personaje de Emma no menguó. Odió a ese personaje femenino que para él representa la mediocridad más absoluta: una joven provinciana que pierde el seso –y con ello el sentido de la realidad– como Don Quijote, leyendo a los poetas y novelistas románticos, y que sueña con amores caballerescos, con castillos, con bailes de la Ópera… Pero a mediados del siglo el romanticismo estaba muerto como movimiento, y Emma no era más que un residuo del pasado al que el novelista condena inexorablemente, llevándola al suicidio.
La obra de Flaubert estuvo marcada por tres obsesiones que apenas le dejaron compensaciones: el estilo, el trabajo denodado y la documentación
Esa primera novela se considera “realista”. Pero en Flaubert hay otro mundo que aparece en alternancia con el presente y las costumbres (malas) de la sociedad en que vive. Un mundo soñado que remite a Oriente y a la Antigüedad: cuando tiene que aceptar el calificativo de “escritor escandaloso” que el proceso de Bovary le ha colgado, cambia de tercio y se remonta a un pasado históricamente casi desconocido, una secuela de la primera guerra púnica sobre la que apenas hay datos en los historiadores romanos. Con Salambó (1862) Flaubert quiere hacer “realidad histórica inventada”. Fue el único de sus títulos que tuvo cierto éxito de librería, aunque no sin sombra de polémica: Sainte-Beuve le reprochó la violencia, el erotismo y la traición al “realismo”, y un eminente arqueólogo, Guillaume Frœhener, acusó, a un Flaubert que había viajado a las ruinas de la antigua Cartago, de falta de fidelidad. La paciencia del novelista había llegado al colmo y contestó con un “Me burlo de la arqueología, porque el novelista tiene el poder de crear una realidad propia”. “Sin imaginación, la historia es defectuosa”, escribe en Bouvard y Pécuchet.
Tras ese retorno a la Antigüedad, Flaubert vuelve a la historia contemporánea, para hacer la crónica de toda una generación ilusionada ante un futuro que fue un fracaso, y que arrastra a Frédéric Moreau a la mediocridad y al sentimiento de fracaso absoluto. La educación sentimental (1869) también fue el mayor descalabro de Flaubert como novelista: la juventud ilusionada de los románticos y los hombres de la revolución de 1848 fue convertida en agua de borrajas (con color de sangre) por el final del Imperio de Napoleón III. Vuelve a ser unas Ilusiones perdidas, la enorme novela de Balzac, pero en este caso vistas desde los sentimientos individuales y el final de la Historia para esa generación que la vivió, condenada ahora a la melancolía.
Los exabruptos que contra ella lanzó la crítica: “ininteligible, inmunda, inmoral, abstracta, materialista, insultante para el alma”, son términos que, al contrario, anuncian la modernidad de la obra, que hubo de esperar a mediados del siglo XX para quedar consagrada por los adalides del nouveau roman como la mejor de Flaubert, la que presta a esos narradores de mediados del siglo pasado las reglas de la narración. Flaubert, el ingenuo, creía que la literatura había de tener repercusiones sobre la realidad política, como demuestra una anécdota: paseando con Maxime Du Camp por el desolado París –arrasado primero por la invasión prusiana de 1870, por su secuela, la Comuna y por la brutal represión de Adolphe Thiers– dijo a su amigo: “Esto no habría pasado si hubieran leído La educación sentimental”. Flaubert nunca se deshizo del todo de un sentimiento romántico, por lo menos de la historia.
En Flaubert hay un mundo en alternancia con el presente y las costumbres de la sociedad. Un mundo soñado que remite a oriente y a la antigüedad
Tras ese fracaso, se amontonan sobre la vida de Flaubert las desgracias: primero, la pérdida de la hacienda heredada, porque tiene que acudir en ayuda de la quiebra económica del marido de su adorada sobrina Caroline, de la que se había hecho cargo desde su nacimiento por la muerte en el parto de su hermana; después, por el fracaso de su teatro –viejo sueño de adolescencia– con El candidato, una especie de vodevil que él mismo retira a la cuarta representación. También por las muertes de amigos íntimos como Louis Bouilhet, lector de sus manuscritos y su corrector, y de sus amantes, Louise Colet y George Sand. Y, por último, por la situación física y los problemas de salud que arrastra desde la adolescencia.
Para levantar su estado de ánimo, amigos como Zola o Daudet lo invitan a presentar su candidatura a la Académie Française. La respuesta de Flaubert es tajante: “Nunca me expondré a semejante ridículo convencido de que los honores deshonran, el título degrada, la función embrutece”. Zola, Turguénev y el resto de amigos solo consiguen que acepte solicitar del Ministerio de Instrucción Pública, de esa Tercera República que desprecia, una pensión. Y el año antes de su muerte recibe el “humillante” nombramiento de adjunto en la Bibliothèque Mazarine con un sueldo de 30.000 francos anuales, pero sin tener que ir a trabajar.
Antes, en 1877 publicaba Tres cuentos, que con cierta dosis de malevolencia, algunos consideran como su obra más redonda. Elogio envenenado que exalta el primor del apunte y la delicadeza narrativa en menoscabo de la complejidad de mundos novelescos y de personajes psicológicos o históricos de sus tres títulos mencionados más arriba. Tres relatos (Un corazón simple, La leyenda de San Julián el Hospitalario y Herodías) cuyo ritmo de escritura ha sido lentísimo; hay anotaciones que hablan de veinticuatro páginas en tres meses. Tres relatos en los que volvemos a ver la alternancia de mundos: el realismo de la vida provinciana de Un corazón simple, el pasado religioso y medieval de San Julián el Hospitalario, y la historia antigua, con Herodías que le exigió una documentación ímproba.
Algún título más, entre ellos La tentación de San Antonio, tres veces reescrita, sus libros de viajes (póstumos), su teatro, parecen quedar en el olvido; no así la inconclusa Bouvard y Pécuchet, donde esos dos personajes, antecedentes del teatro del absurdo, se burlan en discusiones que a veces tienen algo del surrealismo de la estupidez y la vanidad de la que hacen gala sus contemporáneos. De ahí su actualidad: son las mismas que presiden la vida común del siglo XXI.