1. Gambi
De todos los hermanos, el único con sentido del humor era Aquilino, el pequeño. Desvergonzado y audaz, Aqui no era fácil de derrotar. Por naturaleza optimista, tendía a observar la realidad con distancia, comprendía que todo era mucho más trivial, intrascendente y ligero de lo que parecía al resto de su familia. Muchas veces no entendía a sus hermanos, tan temerosos siempre y agobiados por… ¿qué?
Tenía un gran talento para el dibujo. Una vez, a los seis años, hizo una caricatura de un tirón, sin ni siquiera conocer la palabra caricatura. Era un dibujo de Gandhi, al que le colocó un cuerpo de gamba. Totalmente reconocible –la calva, las gafas redondas de metal y un asomo de sari sobre el hombro… de gamba–, la caricatura iba acompañada de un rótulo, unas torpes letras garabateadas con rotuladores de colores: GAMBI.
Se la enseñó a Padre satisfecho y él le cruzó la cara de un bofetón.
Era una muestra indiscutible de inteligencia: el juego de palabras, la finura del dibujo, la gracia instintiva. Sin embargo, recibió ese castigo.
– No te burles de este hombre –le dijo Padre–. No voy a permitirlo.
Aqui se frotó la mejilla. Bien, a su modo infantil entendió que Padre se había ofendido. No pasaba nada, eso no afectaba a la calidad de su dibujo, ni siquiera lo afectaba a él como artista. No se sintió mal más allá del escozor en la piel. Padre nunca pegaba, era evidente que ambos habían traspasado un límite, aunque la frontera de lo permisible no hubiera sido delimitada previamente. ¿Las causas? Ahora eran lo de menos. Aqui contaba con el entendimiento necesario para saber que debía disculparse, y así lo hizo, pero tras la palabra perdón solo había un gran vacío.
A diferencia de sus hermanos, Aqui distinguía entre el tamaño de la falta y del castigo, sabía que no tenían por qué corresponderse y que, de hecho, casi nunca se correspondían. Uno podía recibir un castigo muy grande por una falta pequeña o incluso inexistente, y también al revés: no recibir castigo alguno a pesar de haber sido malo o muy malo. Decidió que debía trabajar en esa dirección, la de la supervivencia por compensación.
Incapaz del rencor, del deseo de venganza, Aqui se centró en caminar por una línea recta, sin perderse en el rodeo de los sentimientos innecesarios. Por esa razón, nadie jamás pudo doblegarlo lo más mínimo.
2. Ramitas atadas
En el colegio le explicaron el poder de la unión social con la conocida historia de las ramitas atadas. Fijaos, dijo la maestra: una sola ramita se parte fácilmente. Clack. Todos los niños lo comprobaron, los del fondo del aula estirando la cabeza para asomarse sobre los que estaban delante. Todas estas ramitas, dijo la maestra mostrando un buen puñado, se podrían quebrar si las cogiéramos una a una, da igual que sean diez, cien, mil o diez mil, solo sería cuestión de tiempo. Se paseó por entre los pupitres, mostrando el puñado de ramitas en desorden extendido en la palma de su mano. Luego forzó la voz para realzar el final de la historia y dijo: sin embargo, si las ponemos todas juntas –y las ató con un cordelito bien firme–, ¿veis?, nadie podrá romperlas nunca. ¡Verdad, verdad!, dijeron algunos alumnos, los inocentes y los aduladores. La unión hace la fuerza, resumió la maestra, y eso es válido para muchas situaciones, juntos somos más poderosos que separados y, si nos apretamos unos contra otros, nadie de fuera nos podrá hacer daño.
Una niña levantó la mano. Dijo que esa misma historia, la-misma-la-misma, se la había contado su madre para hablar de la importancia de la familia. Había cogido una ramita por cada uno de sus miembros –los padres, los hermanos, los abuelos, primos, tíos y hasta el perro– y era verdad, no había dios que las rompiera al atarlas.
Si son personas por separado también son personas cuando están atadas. Por eso, a las que se quedan en medio les falta el aire y... se pueden morir
Aqui esperó a que la intervención de su compañera acabara para levantar también la mano. Yo quiero hacer una pregunta, dijo. La que quieras, Aquilino, respondió la maestra viéndoselas venir. Las ramitas que se quedan apretujadas en medio del manojo, ¿no se asfixian? La maestra suspiró. ¿A qué te refieres, Aquilino? Sabes de sobra que las ramas no respiran, así que difícilmente pueden asfixiarse. Aqui esbozó una sonrisilla sabihonda. Pero es como si fueran personas, ¿no? Cada ramita es como una persona, eso es lo que había que imaginar, ¿no? Si son personas por separado también son personas cuando están atadas. Por eso, a las que se quedan en medio les falta el aire y… se pueden morir. Es una forma de verlo, Aquilino, concedió la maestra, una forma peculiar. Hizo una anotación en su cuaderno, se puso muy seria y cambió de tema.
3. Abogado escolar
Un día le contó a Padre que había hecho de abogado en el colegio.
– De abogado como tú –dijo.
Padre rio, lo tomó en brazos. Por aquel entonces, Aqui debía de tener unos ocho o nueve años, no más. Era flacuchillo, ágil, muy blanco de piel, con enormes ojos oscuros, espesas pestañas y un magnetismo que no podía achacarse solo a su aspecto.
– ¿Qué quieres decir con abogado como tú?
– En defensa de los débiles –dijo triunfante.
Padre le pidió todos los detalles. Le interesaban de verdad.
Al parecer, un niño había sido castigado injustamente. La maestra lo pilló con un dibujo hiriente escondido en el libro de texto. El dibujo la representaba a ella, a la maestra, y era hiriente por razones que Aqui no sabía explicar bien, pero que la ofendieron profundamente, hasta el punto de que lo castigó sin la excursión a los pinares que tenían planeada para la semana siguiente. Pero el dibujo no lo había hecho ese niño, sino su compañero de pupitre, que era malo malísimo.
– De los que siempre consiguen echarle la culpa a los demás –Aqui solía calificar a las personas por categorías.
¿Por qué el niño pillado en falta no había defendido su inocencia? Porque temía una venganza, claro está. Su compañero era una especie de matón.
– Suele pasar, suele pasar –reflexionó Padre.
Aqui habló a solas con la maestra. Se inventó una excusa para ir a verla en el recreo y así evitar que hubiese testigos delante que le pudiesen ir con el chivatazo al malo malísimo. Le explicó el error que había cometido castigando al niño inocente. Le explicó también que, si revelaba toda la verdad sin tomar antes precauciones, lo pondría en riesgo. Con tomar precauciones se refería a demostrar que se había percatado de su error por sí misma.
– Vaya, vaya, estuviste en todo –lo felicitó Padre.
Aqui había conseguido otro dibujo hecho por el malo malísimo. Lo cogió de la papelera, era un borrador. Esta vez no representaba a ningún maestro. No representaba, de hecho, a ninguna persona, sino a un dragón con cabeza de león, una quimera. Pero por cómo estaba dibujado, no solo por los trazos sino también por el tipo de bolígrafo que el malo malísimo había usado, se notaba que era obra de la misma persona.
– Buscaste una prueba judicial. ¡Eso es magnífico, Aquilino!
– Sí –dijo Aqui–. También me lo dijo la maestra.
El desenlace había sido el deseado. La maestra, con mucha cautela, llamó aparte al malo malísimo, lo desenmascaró con la evidencia. El otro, viéndose acorralado, confesó. Para no correr peligro, la maestra no levantó el castigo del primero hasta que no obtuvo la confesión del segundo. De modo que quien se quedaría sin ir a los pinares iba a ser el malo malísimo, el verdadero culpable.
– Estoy muy orgulloso de ti –dijo Padre–. Deberías contarle esta historia a tus hermanos, a ver si aprenden algo.
Aqui se agitó en la silla donde estaba sentado, se abrazó las rodillas.
– No he terminado, papá.
– ¿Ah, no? ¿Qué falta?
– Lo de los hororarios.
– ¿El qué?
– ¡Los hororarios! Hice como tú, los cobré honradamente, no para hacerme rico.
Padre pegó un respingo.
– ¿Le cobraste a tu amigo?
– Bueno, no es mi amigo, nunca juego con él. Es solo un compañero de clase que estaba en un problema. Yo fui su abogado y él me pagó, pero no mucho.
– ¿Te pagó?
Aqui ya tenía claro que se había equivocado, pero no contemplaba salvar el pellejo mintiendo. Reflexionó con rapidez y decidió por dónde tirar.
– Yo quería hacer lo que tú –dijo–. No quería enriquecerme. Había pensado dar los hororarios a… los necesitados.
Se metió la mano en el bolsillo del chándal, sacó un puñadito de monedas. Calderilla. Lo dejó sobre la mesa y, volviéndose a abrazar las rodillas, miró a Padre muy serio, resuelto y sin pestañear.
Padre le sonrió, recogió el dinero con lentitud, lo contó y lo guardó en una caja de madera.
– Lo llevaré a la organización de tu parte, ¿te parece? –dijo–. Se pondrán muy contentos.
– Qué bien, papá.
– Y ahora, insisto, ¿por qué no le cuentas esta historia a tus hermanos?
Sara Mesa (Madrid, 1976) es una de las escritoras de cuentos y novelas más destacadas de su generación. Autora de Cuatro por cuatro o Cicatriz, su última novela, Un amor (Anagrama, 2020), fue reconocida como la mejor del año por los críticos de El Cultural. Está preparando su próximo libro de ficción que publicará Anagrama en otoño.