Entre esos ochomiles de la inquisición filosófica que a nadie se le ocurrirá que se resuelven está el asunto del mal. ¿Qué es el mal? El sentido común asegura que es algo que, más que “hacerse”, se “perpetra”. ¿Por qué motivo? Por un bien egoísta, por ejemplo. Un modo de concebirlo puede ser a través del vicio y de la ignorancia; el mal podría ser también el compinche torvo de la desviación, la degeneración y la perversión.
En Decir el mal. La destrucción del nosotros, la profesora de filosofía de la Universidad Complutense Ana Carrasco Conde (1979) repasa con solvencia las meditaciones sobre lo maléfico de los clásicos y parece que, en casi todos ellos (paganos, cristianos, modernos y contemporáneos), hablamos del mal como de algo que se perpetra por mor de un desorden. El malvado se apea de la recta ordenación del mundo por algo llamado materia, deseo o por algo así como una pasión animal, dominante y prehumana.
En resumen, tras las primeras 111 páginas del libro sabemos de la concepción de mal en nuestra tradición como algo que tiene que ver con los sujetos menos ajustados y con sus acciones. El inventario erudito de Carrasco Conde muestra cómo, entre los grandes pensadores del mal, la razón queda, en general, exculpada.
El ensayo de la autora de La limpidez del mal (2013) divide su empresa en tres secciones. Son “Lo cruento”, “Lo crudo” y “Lo cruel”. En la parte primera predomina el acercamiento histórico hasta su capítulo final. De ahí en adelante, en la segunda mitad de este volumen (partes dos y tres) Carrasco Conde despliega su propia doctrina, más afín a aproximaciones contemporáneas como la de Hannah Arendt (pensadora que le acompaña durante buena parte del escrito). Para Carrasco Conde el mal no es la desviación de un agente enfermo o de nubladas ideas, sino un tipo de orden (político, ético) que supone la “destrucción de un nosotros”, como dice el fundamental subtítulo.
Como en un continuo retorno obsesivo, Carrasco Conde vuelve con pregnancia literaria a escenas cruentas de la guerra de Troya que se cometieron en el pasado y que se cometen una y otra vez. Junto con esos crímenes de aquella remota edad, la autora despliega opiniones numerosas de especialistas en crímenes de la Humanidad y relata escenas escabrosas y despiadadas con hutus y tutsis, y nazis y judíos. Sobre todo, como decía, en “Lo crudo” y “Lo cruel” pretende analizar estos episodios macabros con sus propias herramientas.
La autora defiende, para empezar, que el mal es un asunto (un problema) intersubjetivo y que no se trata de un desorden individual. Tampoco es que en la acción maléfica la razón se ponga una venda sobre los ojos. No se trata, por tanto, de la pasión que ciega. El mal no está tampoco en una acción puntual, sino en los principios de esa acción. El mal no es algo relativo, sino absoluto, aunque relacional.
Una de las palabras que más repite la autora es “dinámica”. El mal está en las dinámicas intersubjetivas racionales. Cuando estos movimientos colectivos se dirigen contra alguien que lleva el estigma fatal; cuando dañan, denigran y hasta desintegran, lo que desaparecen son las emociones y la empatía. “No se trata tanto del mal asociado a la irreflexión, sino de dejar […] de atender a lo que se siente” (p. 152).
Una escala de perversiones
Esta acreditada especialista en el pensamiento clásico alemán se acuerda de Hegel en la última sección de este ensayo, breve en comparación con el enjundioso recorrido histórico inicial. Carrasco Conde ensaya las “nueve figuras del reconocimiento perverso”. Según el modelo que propone, el mal es un orden entre sujetos y por tanto el perpetrador debe ser reconocido como tal por el perpetrado, y viceversa. En esta dinámica espeluznante, la escritora propone ese número de jerarquías de la destrucción maléfica. Hay, observa, una escala gradual. La más decantada forma de lo maligno no tiene nada de placer psicópata en el dolor del otro, sino más bien en la apatía.
Carrasco Conde recoge algunos casos entre los torturadores en los que es la apatía lo fundamental. El mal mayor será el del torturador que opera sin el furor satánico. ¿Qué le mueve al de la sierra mecánica? Ese señor pierde el yo y, con el yo, pierde también las pasiones homicidas. “El mal absoluto consiste en destruir la naturaleza misma haciéndose insensible no sólo ante el dolor de los demás, sino ante el placer propio” (p. 143).
Carrasco Conde no identifica, como se ve, el mal con la transgresión monstruosa, sino con la administración lúcida del daño gratuito. El mal intersubjetivo, relacional, dinámico, racional, repetitivo alcanza su propia esencia en los casos en que se pierden, primero, las emociones y, finalmente, la identidad. En el gran maltrato gélido desaparece tanto el tú, como el yo y, por ende, el nosotros del subtítulo.
El libro apunta, para nuestra intranquilidad, a que la forma genuina del mal no es cosa del nazi trastornado
Este libro apunta, para nuestra intranquilidad, a que la forma genuina del mal maléfico no es cosa del nazi trastornado que llega a uno de sus apogeos oscuros en tal matadero humano, sino algo que tiene que ver con lo cotidiano. El último círculo infernal de Carrasco Conde es la forma de la repetición consciente, que tiene que ver con todos nosotros y la sólita urdimbre de los días y las noches.
Avisa ya al comienzo de su tratado que ella va a buscar más bien en la superficie, en lo fáctico y mensurable, antes que en esas revoluciones internas que llevan al satánico a rebelarse. Carrasco Conde lo definiría más como el asentimiento que damos ante la degradación de uno de los nuestros (un conciudadano, un compañero). Ese a veces tímido, siempre muy consciente y tan sórdido minigesto de sangre fría (que puede cristalizar en crimen de la Humanidad o no).
Decir el mal es, en suma, un buen ejemplo de lo que nuestra rigurosa academia puede hacer en el campo del ensayo humanístico. Se trata de un interesante trabajo, literariamente elaborado, en el que una filósofa de hoy se mide con una de las grandes cuestiones universales, empleando diestramente fuentes diversas, desde las eximias meditaciones del pasado a los increíbles relatos veraces de hace cosa de sólo 75 años, 45 años, 25 años.