Hay realidades en las que a nadie le gustaría vivir, pero existieron, existen. Son y fueron pasto de la literatura y el cine: narcotráfico, droga, violencia… Cuesta acercarse a ellas, y cuesta retomar el balance de daños sin que estos absorban las intenciones de un relato que a la vez increpa y mira de soslayo a quien corresponda. Es lo que hace con admirable desenvoltura Ledicia Costas (Vigo, 1979), después de numerosos reconocimientos por tantos relatos juveniles publicados y después de Infamia (2019), su primera propuesta narrativa para adultos. Es innegable, y esta segunda novela lo corrobora, que es una voz que adquiere peso y relevancia con cada libro.
Ahora es Golpes de luz, y con ella podemos afirmar que su estilo es parte significativa del interés que despiertan sus historias. No hay sofisticación en sus modos narrativos, ni ambiciones que vayan más allá de traer a un primer plano el suspense propio de situaciones difíciles de contar. Ese es su fuerte, como lo es el potencial expresivo de sus recursos, la composición coral, una prosa fresca y envolvente y la creación de una atmósfera con guiños de humor que restan dramatismo a asuntos como el que asoma a esta historia.
Tres voces la van contando de forma alterna, en primera persona. La de Sebas, un niño de diez años cuyos padres acaban de divorciarse y ha tenido que adaptarse a vivir en casa de una abuela excéntrica, que vive pegada a un martillo y parece llena de secretos. Protagoniza las mejores escenas de la historia. Su visión contribuye a retratar un entorno repleto de silencios.
Una novela coral
Julia vive mal el vértigo de ser madre separada, de volver al lugar del que se fue sin conocer las razones del abandono de su padre y de atender a una madre que padece episodios de lo que parece demencia. Trabaja en un reportaje sobre el repunte del tráfico de heroína en la costa y tirar del hilo desbloquea recuerdos de su infancia.
Los tres protagonistas componen una encrucijada de voces que ilumina las zonas sombrías de una historia cálida y amarga
Y Luz es su madre, la abuela de Sebas, la mujer de ochenta años que no suelta el martillo ni cuando duerme convencida de que le ayuda a defenderse de fantasmas del pasado. Su excentricidad oculta el afán de proteger a su hija de todo lo vivido en aquella década atravesada por el narcotráfico y sus consecuencias irreparables.
Tantas palabras son el espejo de tres registros, tres modos del discurso oral y tres generaciones. Entre los tres componen una encrucijada de voces que ilumina las zonas sombrías de esta historia cálida y amarga, con esa realidad de fondo en la que nadie querría vivir.