Punto de cruz, el tercer libro de la autora mexicana Jazmina Barrera (1988), provoca el efecto al que apuntó Luna Miguel a propósito de la novela: “despierta en nosotras recuerdos que parecían ocultos”. Barrera cose sobre lienzos olvidados, en color negro y café, la historia de Mila, Dalia y Citlali, tres amigas en tránsito a la existencia adulta.
Un viaje que da igual que se produzca en México o en Inglaterra, en Senegal o en Francia, en España o donde sea porque, ¿qué mujer no ha tejido nunca junto con otras mujeres? ¿qué adolescente no ha perdido demasiado pronto a una amiga muy querida? ¿qué compañera de escuela no hemos visto transformarse, de un modo terrible e inesperado, en un cuerpo extraño y lejano? ¿qué muchacha no ha tenido que correr para huir del miembro erecto y repugnante de un exhibicionista? ¿qué amigas adolescentes no se han escrito notas, no han compartido cama, no se han callado secretos? ¿qué feminidades no han despertado al sexo confusas y perturbadas? ¿qué clase universitaria no ha sido la plataforma para un depredador, para un profesor muy culto, encantador de serpientes? ¿qué vida adulta no ha revelado la grieta entre la candidez juvenil y la realidad bestial de la madurez? ¿cuántas de nosotras no soñamos con hacer de la escritura una artesanía ritual, un territorio de encuentro, un espacio de escucha de otras voces de mujer?
Punto de cruz celebra el arte de los hilos que se enhebran en agujas y se clavan en las pieles y en las telas para construir tejidos; los que configuran los cuerpos y la herencia literaria; texturas que rehacen recuerdos y construyen los futuros: palabra y croché al servicio del contrapoder y de los cuidados, de la amistad y los desengaños. Barrer desenreda lecturas y ovillos para reivindicar la cultura letrada como herramienta colectiva y emancipadora. Por eso, sin obliterar las bajezas humanas ni eludir los fangos densos de un mundo contaminado, su estilo es luminoso, casi diría puro.
Tacto suave
Sin dejar de señalar el desastre que suponen las desigualdades de género y clase, sin apartar la mirada de las zonas más oscuras de la existencia humana, la novela tiene el tacto suave del algodón salvaje. No es fácil, pero tampoco incomoda. Entristece, pero alivia. Apena, pero también regala esperanza. De la novela emerge una primera persona, Mila, que reescribe el tapiz de un triangulo amistoso ya perdido: una sola criatura de tres cabezas, una sola carne, recosida y zurcida, llena de amor y de heridas.
Con la noticia de la muerte de Citlali, tragada por el océano, arranca este ejercicio de memoria que, como todo viaje al pasado, está hecho de retales y de fragmentos, de instantáneas y de postales: materiales y huellas e invocaciones fantasmas de novios y de proyectos, de celos y poliamores, de búsquedas y desencuentros. Y entre el hijo de Mila y la academia de Dalia, están las cenizas de Citlali, que jamás aprendió a vivir. Punto de cruz recuerda que “las palabras y el hilo se comportan como los procesos del cosmos” y que nunca es demasiado tarde para aprender a bordar.