Como recalcitrante oyente que fui del programa Polvo de estrellas, recuerdo aquellas noches de insomnio en las que el inefable Carlos Pumares reconocía (a gritos) que no había nada más frustrante que hablar por la radio de un medio eminentemente visual como era el cine (para acto seguido pedir a los directivos de Antena 3 que lo contrataran, cómo no, en televisión, donde por cierto pagaban muchísimo más).
Si cuento esto es porque una sensación similar he sentido leyendo la inagotable Mundo hormiga (2020), primera novela (para colmo mastodóntica) del guionista prodigio Charlie Kaufman (Nueva York, 1958), en cuyo interior se superponen todas sus temáticas y estéticas, en un ejercicio multiautorreferencial a primera vista alocado (por no decir descontrolado) pero que en última instancia remite al más loable de los intentos, el de tratar de ensanchar las coordenadas sobre las que se mueven los distintos medios narrativos, en este caso el literario.
A Kaufman le debemos, qué duda cabe, algunas de las páginas cinematográficas más elocuentes jamás escritas en los últimos años, y al margen de que muchos de sus logros nos puedan parecer ahora inocentes pirotecnias espacio-temporales (pues otros han venido después retorciéndolo todo aún más si cabe), nadie le podrá negar el haber querido ir siempre más allá, alternando por el camino cerebro y corazón, tal y como ocurre en esta insólita incursión novelística, que a muchos sobrepasará y a casi nadie satisfará plenamente, por más que en sus imperfecciones recaiga a mi juicio todo su valor.
Contiene así Mundo hormiga, quizás sin pretenderlo, un tan angustioso como entrañable cántico a lo imposible que valida en su conjunto los excesos que pudiera cometer el autor en su afán por narrar algo que incluso costaría visualizar a veinticuatro fotogramas por segundo, pues al fin y al cabo toda ella gira sobre lo No Visible, sobre lo que en definitiva queda siempre fuera del cuadro de nuestro campo de visión y por ende del campo de visión de la supuesta oficialidad. Para reflexionar sobre lo anterior, Kaufman se nos inventa la maravillosa peripecia de un muy acomplejado crítico de cine (no judío) al que el azar le concede la oportunidad de ver una larguísima película nunca vista –y en el impacto que le produce dicho visionado pueden establecerse paralelismos con obras como Parpadeo (1991) de T. Roszack o incluso La broma infinita (1996) de David Foster Wallace–, una obra de arte sin parangón que vendría a revolucionar la historia del cine pero que por un descuido quedará destruida al poco, quedando por tanto retenida únicamente en su memoria (supuestamente eidética), a la que tratará de acceder por los métodos más insospechados, perdiéndose al final definitivamente en ella.
Contiene Mundo hormiga un tan angustioso como entrañable cántico a lo imposible que valida en conjunto sus excesos
Y a partir de aquí, viajes al pasado de la memoria desde el futuro, payasos y marionetas, caídas contínuas por alcantarillas y otros agujeros, sesiones inverosímiles de hipnosis, inagotables diálogos cómicos a lo Abbott y Costello, más un sinfín de pullas al cine de un tal Charlie Kaufman (ese maldito guionista prodigio judío…), que ayudarán a conformar una novela que puede que nunca llegue a parecer tal cosa y en la que solo un final apocalítpico (provocado en última instancia por la eterna batalla de la robótica familia Trunk con la todopoderosa corporación Slammy’s) habitado por una hormiga inteligente llamada Calcio vendrá a poner las cosas (más o menos) en su sitio, ya que será en su diario donde leeremos: “Digamos, solo por debatir, que el tiempo funciona igual que una película a través de un proyector, ya que está compuesto de momentos distintos, que el auténtico movimiento es una ilusión de la percepción sumada al mecanismo de un ‘proyector’ cósmico.
De ser así, entonces un elemento que viajara en la dirección temporal contraria desaparecería al instante y sin dejar huella de la vista de un observador que, digamos, ‘viaja hacia delante’”, siendo esto lo que creemos que pasa en Mundo hormiga, por más que no estemos muy seguros de ello. Y con todo, como diría Carlos Pumares: obra maestra.