Cuenta la leyenda que una noche de junio de 1904, un joven James Joyce vagaba por las calles de Dublín cuando se le ocurrió piropear a una muchacha sin darse cuenta de que la chica no estaba sola sino acompañada por un soldado. Tras recibir un buen puñetazo que le hizo caer estrepitosamente al suelo, un judío, célebre en toda la ciudad por las infidelidades de su mujer, acudió a socorrerle. Y se dice también que pasado un tiempo pensó convertir este episodio humillante y burlesco en uno de los relatos de Dublineses, aunque acabó siendo el germen de Ulises.
James Augustine Aloysius Joyce, el genio burlón que dinamitó la novela, había nacido en Rathgar, un barrio de clase media de Dublín, el día 2 de febrero de 1882, en una familia católica. Su padre, John Stanislaus, encarnaba lo mejor y lo peor del irlandés prototípico: buen contador de historias, despreocupado y bebedor, y completamente irresponsable, fue padre de diez hijos de los que James era el mayor. Tras estudiar en selectos colegios católicos como Clongowes Wood College, Belvedere y en el University College de Dublín, se matriculó en lenguas modernas, descubrió a Dante e Ibsen y comenzó a escribir poemas y epifanías, una especie de microrrelatos.
A los diecinueve años viajó a París para estudiar medicina, pero fracasó, como también lo hizo cuando intentó hacer carrera en la música, el teatro o el derecho. Marcado por la muerte de su madre, en 1904 conoció a quien iba a ser su compañera el resto de su vida, Nora Barnacle, una atractiva joven que trabajaba como camarera en un hotel. Quedaron en volverse a ver seis días después, el 16 de junio, fecha que pasaría a la historia de la literatura como el Bloomsday, porque es el día en el que trascurre toda la acción de Ulises.
Huida al continente
Enemigo del matrimonio y las convenciones, Joyce propuso a Nora huir con él y vivir en el continente: comenzaba así una vida de vagabundeos y de trabajos como profesor de inglés que combinaba con la escritura febril, y que habría de llevarles a Zúrich, Pula (actual Croacia), Trieste, Venecia, Roma, Trieste de nuevo, Dijon y finalmente París, buscando maneras de sobrevivir y confiando en su talento tanto como en la generosidad de amigos y familiares. Como ya había publicado su primer libro, el volumen de poemas Música de cámara (1907), el libro de relatos Dublineses (1914) y Retrato del artista adolescente, que empezó a editarse en 1914 en la revista The Egoist y apareció en 1916 como libro en Nueva York, gozaba de gran prestigio en los círculos intelectuales parisinos. En esa época (1914) ya había comenzado la redacción de Ulises.
En realidad, Joyce llegó a París en julio de 1920, atraído por Ezra Pound y por la posibilidad de traducir al francés el Retrato y Dublineses. Al parecer, tenía pensado permanecer allí una semana, pero se quedó veinte años.
Estrafalaria mecenas
Quizá por eso, era solo cuestión de tiempo y azar que coincidiera con una norteamericana con fama de estrafalaria, Sylvia Beach (1887-1962), dueña de una librería legendaria llamada Shakespeare & Company, que se había convertido en mecenas y protectora de lo mejor de la nueva hornada literaria estadounidense aterrizada en Europa, aunque ninguno de los dos llegase a sospechar siquiera cómo cambiarían sus vidas tras conocerse.
Sucedió una tarde, el 11 de julio de 1920, cuando el poeta André Spire invitó a algunos amigos para que conocieran a los recién llegados Joyce. Entre los asistentes estaban poetas como Ezra Pound y André Fontanas; Adrianne Monnier, dueña de la librería La Maison des Amis des Libres, y su amiga Sylvia Beach.
La tarde, según el biógrafo de Joyce, Richard Ellman, transcurrió “en un clima de amistad”, aunque Joyce se negó a beber alcohol hasta última hora. Mientras los otros invitados discutían el valor de los versos de Valéry, Claudel y Gide, se retiró para curiosear los libros que había. Joyce tenía un volumen en sus manos cuando Sylvia Beach, entre tímida y atrevida, se acercó para decirle: “Así que este es el gran James Joyce” y a continuación confesarle lo mucho que admiraba sus libros. Cuando supo que era la propietaria de Shakespeare and Company, el escritor prometió ir a verla y al día siguiente se presentó en la tienda. Llevaba, cuenta Ellman, un traje de estameña azul, un sombrero de fieltro negro sobre la parte trasera de la cabeza y zapatillas de tenis “bastante sucias”.
Llega la ayuda
Mientras jugueteaba con su bastón, Joyce le contó a su nueva amiga su dramática situación económica y le pidió que le ayudara a encontrar un piso para él, su mujer y sus dos hijos, Giorgio y Lucia, a lo que ella respondió prometiéndole su ayuda. A Beach le encantó la visita y a él le gustó “la inteligencia y la comprensión de aquella mujer, así como la energía que parecía tener para ayudarle”. Desde ese momento, Beach se consagró a ayudar a ese hombre “alto, miope, delgado y apesadumbrado”. También Pound le daba todo el dinero que podía y su editora inglesa le enviaba habitualmente cientos de libras para que los Joyce esquivaran la miseria. Él se sentía además en su ambiente porque mientras remataba Ulises, Anatole France escribía Le Cyclope; Fauré componía una ópera dedicada a Penelope y Apollinaire, Les mamelles de Tiresias.
La novela se publicó por entregas en la revista Little Review hasta que fue prohibida por obscena
Durante un tiempo, mientras Joyce escribía la novela, se publicó por entregas en la revista estadounidense Little Review, pero el número de enero y el de mayo de 1919 fueron confiscados, lo mismo que el de enero de 1920. La confiscación suponía quemar la revista, lo que permitió a Joyce dar muestras de su sentido del humor en una carta a la señora Weaver, su editora inglesa: “Esta es la segunda vez que he tenido el placer de ser quemado antes de abandonar la tierra, por lo cual espero pasar tan rápidamente por las llamas del Purgatorio como mi santo patrono San Aloysius”.
Finalmente, el texto fue prohibido por “obsceno” y la revista, llevada ante los tribunales por su carencia de prejuicios morales. Cuenta Ellman que el escritor soñaba con un proceso tan famoso y de final tan afortunado como el celebrado en Francia contra Madame Bovary y Flaubert, pero no tuvo suerte. Condenado por obscenidad, las dificultades para publicar el libro aumentaron, de modo que el propio Joyce se refugió en la librería de su amiga para decirle desolado: “Mi libro no será publicado jamás”. La respuesta de Sylvia Beach fue inmediata: “¿Concedería a Shakespeare and Company el honor de ser su editorial?”. Sin saber quién era el más sorprendido por la inesperada propuesta, Joyce aceptó sin dudar, no sin antes advertirle que nadie lo iba a comprar.
Mil ejemplares
Decidieron reunirse al día siguiente para concretar las condiciones del contrato y eligieron la imprenta de Maurice Darantière, en Dijon. El 10 de abril, Beach propuso hacer una edición de mil ejemplares que deberían ser adquiridos por adelantado en su mayor parte; cien ejemplares en papel Holanda, firmados por Joyce, se venderían a 350 francos; 150 ejemplares en papel vergé d’arches, a 250 francos y el resto, en papel no mucho más barato, a 150. Los derechos de autor iban a ser asombrosamente elevados: un 66 % de los ingresos netos serían para él.
Cuando supo que Joyce temía que Ulises no se publicara jamás, Sylvia Beach le ofreció convertirse en su editora
Mientras los Joyce avisaban a amigos y conocidos para que reservasen sus ejemplares, Weaver les enviaba 200 libras como adelanto de la edición inglesa. Pero no todo fueron éxitos: aunque Gide fue personalmente a pedir un ejemplar y Hemingway lo solicitó por correo en una carta entusiasta, George Bernard Shaw se negó de manera tajante apelando al carácter irlandés del libro, a su obscenidad... y a su excesivo precio.
Los problemas se multiplicaban: enfermo de iritis, Joyce fue operado de los ojos y apenas podía corregir, a pesar de lo cual enmendaba una y mil veces sus manuscritos y las copias mecanografiadas. Beach consiguió un grupo de secretarias profesionales, pero quien no abandonaba el proyecto escandalizada lo hacía por enfermedad. Y cuando encontraron a una mecanógrafa excelente, su marido ojeó el manuscrito del capítulo “Circe” y lo arrojó al fuego, lo que obligó a reescribir las páginas desaparecidas.
La relación entre Sylvia Beach y James Joyce fue deteriorándose rápidamente, por las exigencias del autor
Al tiempo, la relación entre Beach y Joyce iba deteriorándose rápidamente, agotada por las constantes exigencias y caprichos del escritor. Así, decidió que la portada tenía que ser azul, pero no uno cualquiera, tenía que ser el azul de la bandera griega, porque sugería el mito de Homero, la isla que emerge del mar (Joyce fue inflexible en este punto); quiso también, para garantizar su buena suerte, que se publicara el 2 de febrero, fecha de su cuarenta cumpleaños, y abrumó a su editora con llamadas telefónicas, enviando las penúltimas correcciones y añadidos.
Kilo y medio de libro
Haciendo un esfuerzo homérico, el impresor Darantière envió a través del maquinista del tren Dijon-París dos ejemplares. Sylvia Beach, que fue a la estación a las 7 de la mañana a recogerlos, se quedó uno para mostrarlo en la librería y llevó el otro de inmediato a casa de los Joyce. Esa primera edición de Ulises pesaba un kilo y medio, tuvo 732 páginas y muchísimas erratas que se fueron corrigiendo en impresiones posteriores, dando lugar a nuevas erratas. Beach seguía ocupándose de Joyce y del libro, controlando correcciones, distribución, llevando su agenda, sus entrevistas, ayudándole en la venta de los derechos de autor en otros países, cada vez más saturada.
Por su parte, Joyce regaló a Nora el ejemplar número 1.000 del libro, y allí mismo ella intentó venderlo a un amigo. ¿Qué hubiera pensado de saber que menos de un siglo después un ejemplar de esa primera edición firmada por el autor fue valorada en 180.000 dólares, convirtiéndose en el libro más caro de la historia? ¿O que el manuscrito de “Circe” fue adquirido por la Biblioteca Nacional de Irlanda por 1,5 millones de dólares? No lo hubiese creído, a fin de cuentas, jamás quiso leerlo a pesar de lo mucho que su rechazo hería a su marido, un tal James Joyce al que solía preguntar si no podía escribir libros “que la gente pudiera leer”.
Del odio al entusiamo
Desde el momento mismo de su publicación, Ulises concitó opiniones muy enfrentadas. Hubo quien, como Virginia Woolf, escribió que lo consideraba “una obra fallida. A mi juicio, no le falta talento, pero de baja estofa. El libro es difuso. Es enmarañado. Es pretencioso. Es de baja ralea, no sólo en el sentido evidente, sino también en la acepción literaria”. Para Aldous Huxley se trataba de “uno de los libros más aburridos de la historia de la literatura universal”. En cambio, T. S. Eliot se confesaba desbordado por la novela (“de un modo egoísta, querría no haberlo leído”), y aseguraba que Ulises “es la expresión más importante que ha encontrado nuestra época, un libro con el que todo estamos en deuda y del que ninguno podemos escapar”. Hemingway lo consideraba “malditamente maravilloso”. Por su parte, Yeats lo estimaba “algo completamente nuevo. Ha logrado superar en intensidad a todos los novelistas de nuestra época” y Larbaud afirmaba que “con Ulises, Irlanda regresa, de manera sensacional, a la mejor literatura europea”. Borges fue aún más lejos al asegurar que en la novela de Joyce “hay sentencias, hay párrafos, que no son inferiores a los más ilustres de Shakespeare”. Bastante menos entusiasta se mostraba Antonio Machado en Los complementarios: “¿Es la obra de un loco? Monólogo frío, sobria y sistemáticamente desracionalizado. Pretende ser el poema del embrollo sensible. Exigir inteligibilidad a esta obra carece de sentido. El lenguaje es un elemento más del caos mental”. Con todo, el mejor remate quizá sean las palabras de George Steiner, que en una de sus últimas entrevistas explicó cómo “Ulises de Joyce es el eslabón entre los dos grandes mundos, el clásico y el del caos”.