Desde mediados de los años 50 los estudiosos de la obra de Marcel Proust (1871-1922) se preguntaban por los legendarios “setenta y cinco folios” que encerrarían las primeras huellas de En busca del tiempo perdido. Rastrear la génesis de una novela, excavar en el material de ficción para hallar estratos de la realidad es una práctica habitual de los investigadores literarios, pero también del público lector que desea saber qué hay de verdad en determinada historia.
Lumen, coincidiendo con los cien años de la muerte de Proust, publica Los setenta y cinco folios y otros manuscritos inéditos, los textos largamente esperados y considerados el embrión de la gran obra proustiana. Nathalie Mauriac Dyer, bisnieta de Robert, el hermano de Marcel Proust, directora de investigación del Centro Nacional para la Investigación Científica, ha sido la encargada de estudiar a fondo estos manuscritos, redactados por Proust en 1908, y otros textos inéditos, datados desde 1885 a 1912. Además de un prólogo de Jean-Yves Tadié, biógrafo de Proust, la profesora Mauriac Dyer redacta las apabullantes notas, la cronología, las correspondencias con la obra final y la densa bibliografía. ¿Significa esto que estamos ante una obra destinada a especialistas proustianos o a lectores avanzados de Marcel Proust? Creemos que no.
Quien haya leído con deslumbramiento a Proust encontrará en las primeras 200 páginas de este libro, las que corresponden a la escritura del genio francés, el emocionante germen de una metamorfosis. “El momento sagrado en que la obra brota por primera vez”, dirá el prologuista. Las notas académicas serán estimulantes para identificar la experiencia modificada por el espejismo literario. Aquello que en estos 75 folios (en realidad son más, pues se trataba de amplias hojas dobles) suena claramente autobiográfico, acabará siendo el boceto de la vasta construcción novelesca de Proust. Encontrarse ante la materia prima de En busca del tiempo perdido produce la sensación de que algo misterioso está ocurriendo.
El placer de la lectura de estos “setenta y cinco folios” nace de la contemplación de la verdad que precede a la obra maestra
El manuscrito original fue descubierto entre los documentos del editor Bernard de Fallois, tras su fallecimiento en 2018, y pasó a engrosar el “fondo Proust” de la Biblioteca Nacional de Francia. Bernard de Fallois había mencionado dichos “folios” en 1954, en el prólogo de Contra Sainte Beuve, la recopilación de críticas de Proust. Sí, como diría el propio De Fallois, la génesis de la escritura de una novela es otra novela, recordaremos que fue André Maurois quien recomendó a un joven universitario Bernard de Fallois a la hija de Robert Proust, sobrina de Marcel, y ésta le entregó, para su estudio, “no sólo los setenta cuadernos […] sino unas cajas de papeles dispersos, rotos, que cuando murió Marcel, estaban en el guardamuebles”, en palabras de Maurois. Nadie sospechaba que de aquellos legajos saldrían la novela de juventud de Proust Jean Santeuil y Contra Sainte Beuve, ambas obras ordenadas y editadas por De Fallois. Por alguna razón, la carpeta con los textos que ahora se presentan quedó en manos del editor.
El poder de estos textos inacabados y fragmentarios, un En busca del tiempo perdido “anticipado”, como dice Nathalie Mauriac, radica en la visión del tiempo vivido por el joven Proust, que más tarde en la novela, será “el tiempo recobrado”, mediante la memoria literaria. La autora de las notas recuerda que reconocemos, en su punto de partida, las motivaciones y a los personajes de la novela: “a la abuela en el jardín, el beso nocturno, el drama de ir a acostarse, los paseos por Meséglise y Guermantes, la despedida de los espinos, las lecciones de las ‘partes’, el retrato de Swann, la habitación de Balbec, los habituales del Grand-Hôtel, los tres árboles de Hudimesnil, la ‘pandilla’ de muchachas, la poesía de los nombres, la muerte de la abuela, los sueños póstumos, Venecia y otros episodios”.
Los recuerdos infantiles, las obsesiones primeras, están aquí en carne viva y se repetirán a lo largo de los apuntes, como la angustia por la fugacidad del beso materno antes de dormir. La razón, como apunta Jean-Yves Tadié, es que “ese monólogo sin fin es el de la confesión, la autobiografía, no el de la novela”. Antes de que la historia se emancipara de su autor, en estos folios, Proust utiliza los nombres verdaderos de su familia: Adéle, era su abuela, Jeanne, su madre y Marcel el propio escritor.
También el “viejo tío”, propietario de la casa de Auteuil donde la familia pasará temporadas, aparece con su nombre. Se trataba de Louis Weil (aunque su verdadero nombre judío era Lazard Baruch), tío-abuelo de Proust y el primer atisbo de la personalidad mujeriega de Swann. En la novela, la abuela Adèle pasará a ser Cécile, luego Octavie, y Bathilde. La madre siempre será nombrada con un genérico, “Mamá”.
La magdalena era un biscote
La escritura proustiana resulta aquí más cerca de la vida que de la ficción, seguramente por efecto de la versión castellana bastante fresca y aligerada de Alan Pauls. Los seguidores de En busca del tiempo perdido, y muchísimos no lectores de Proust, citan el episodio de la legendaria magdalena, suscitadora de recuerdos. Pues bien, en el origen descubrimos que la magdalena era un biscote: “Entonces recordé: todos los días, ya vestido, bajaba a la habitación de mi abuelo, que acababa de despertarse y tomaba su té. Embebía en él un biscote y me lo daba a probar. Y cuando aquellos veranos pasaron, la sensación del pan reblandecido en el té fue uno de esos refugios donde las horas muertas –muertas para la inteligencia– acudieron a acurrucarse”.
Con el tiempo, Proust comprueba que los recuerdos estaban unidos a aquel sabor: “Apenas probé el pan, todo un jardín hasta entonces vago y apagado para mí, con sus senderos olvidados, se pintó cantero por cantero con todas sus flores, en la pequeña taza de té, como esas florecillas japonesas que solo vuelven a crecer en el agua”.
Las primeras anotaciones de lo observado y lo sentido por el autor, componen los cimientos de lo que más tarde será un formidable edificio literario, lleno de pistas encriptadas. Un Marcel Proust de carne y hueso, previo a su enorme novela, se humaniza en estas páginas en las que sentimos las tachaduras, las dudas, las angustias infantiles, las repeticiones obsesivas. El placer de la lectura de estos “setenta y cinco folios” nace de la contemplación de la verdad que precede a la obra maestra.
Nostalgia de Mamá
Entonces trajeron las lámparas. Todas las noches su visión, y el ruido de las cortinas al cerrarse de golpe, me oprimían el corazón. Sentía que en unas horas llegaría el momento espantoso de despedirme de Mamá, el instante en que la vida me abandonaba cuando la dejaba para subir a mi habitación, y luego sufrir lo que nadie sabrá nunca que sufría, en mi habitación [...] Permanecía inmóvil en la silla, con la mirada fija, sin sentir aún cómo crecía la angustia, pero triste y abatido al pensar en el poco tiempo que me separaba de ella, ya sin felicidad alguna por delante. Marcel Proust