El exilio es el único país sin geografía. Sin embargo, tiene un clima, una cultura, una ecología, una arqueología, y casi un olor nacional. Todo ello figura en el afligido mapa dibujado por Dubravka Ugresic (Kutina, Croacia, 1949), una refugiada de la política y la cultura nacionalistas represivas de la Croacia postyugoslava.
Ugresic nos muestra cómo “ese exilio es la historia de las cosas que dejamos atrás, de comprar y abandonar secadores de pelo, transistores baratos, cafeteras... Ese exilio es cambiar voltajes, la vida con un adaptador para no quemarnos. Ese exilio es la historia de nuestros pisos alquilados temporalmente, las primeras mañanas en soledad mientras desplegamos el plano de la ciudad en silencio, encontramos el nombre de nuestra calle y lo marcamos con una cruz a lápiz. (Repetimos la historia de los grandes conquistadores, con crucecitas en vez de banderas). Esos pequeños hechos concluyentes, sellos en nuestro pasaporte, se acumulan, y en determinado momento se convierten en líneas ilegibles. De repente, empiezan a trazar un mapa interior, el mapa de lo irreal, de lo imaginario. Y solo entonces expresan la inconmensurable experiencia del exilio”.
El Museo de la Rendición Incondicional es un reguero de esos hechos menores, un rastro de migas como el de Hansel y Gretel en el bosque de las brujas de nuestro tiempo. Aparentemente inconexos y a veces forzados, componen un conjunto universal –los desplazamientos humanos de Bosnia, Kosovo, Ruanda, Timor Oriental, Chechenia– en unos términos sorprendentemente individuales. El monólogo interior de Ugresic en su exilio en Berlín no nos presenta la cruenta amputación de la huida del refugiado, sino el derrotero más gris del rechazo.
La autora, novelista y ensayista, ha pasado años expatriada en Alemania y Estados Unidos, y actualmente vive en Países Bajos. Su estilo es personal y conciso. El Museo..., escrito originalmente en croata, es una mezcla de diario, libreta de notas, álbum de recuerdos y memorias; sus hechos y sus conversaciones se deslizan entre la crónica y la invención. Aunque gran parte de su contenido sea arbitrario y autocomplaciente, el Museo... es un retrato precioso del exilio como desplazamiento interno.
Ugresic sabe que escribe en la línea de cronistas del tema de más envergadura y extensión. No le cuesta citar a Vladimir Nabokov y a Joseph Brodsky; su explosiva autoafirmación artística denota una curiosa humildad. Sin embargo, hay que contarla entre los que Jacques Maritain llamó soñadores de la verdad; Ugresic nos introduce en el sueño.
Por dispersa y afectada que pueda ser, en su imagen maestra del principio hay una sorprendente puntería. Una vitrina del zoo de Berlín muestra el contenido del estómago de la morsa Roland, que murió en 1961: un mechero rosa, una pistola de agua, gafas de sol, un paracaídas de juguete, una muñequita, una lata de cerveza, un broche en forma de caniche, un juego de costura, llaves de coche, y muchas cosas más.
“Yo soy la Morsa” es el leitmotiv de Bubi, la narradora/alter ego de Ugresic. Bubi, exiliada después de que se la llevaran del polo, no vive en un zoo, sino en un equivalente: el museo del título. La realidad del exilio, que ya no se nutre de raíces, es una colección de sensaciones y recuerdos huérfanos. Uno de los temas más convincentes de los apuntes berlineses en torno a los cuales se construye el libro –otras partes incluyen recuerdos de infancia, la historia de la madre de la autora y un relato del desmembramiento de Yugoslavia, y con él, de un grupo de amigas de la universidad– es el de las fotografías.
Hay dos clases de refugiados, comenta una amiga bosnia, “los que tienen fotografías y los que no las tienen”. La narradora cuenta una anécdota sobre el general serbobosnio y criminal de guerra Ratko Mladic. Al darse cuenta de que la casa de un amigo de Sarajevo estaba en su lista de bombardeos, Mladic lo llamó para decirle que tenía cinco minutos para coger sus álbumes de fotos e irse. “El general, que llevaba meses destruyendo la ciudad, sabía exactamente cómo aniquilar la memoria. Por eso otorgó ‘generosamente’ la vida a su conocido con el derecho al recuerdo”.
El recuerdo es posesión, pero se oxida. La narradora va a menudo al mercadillo de Berlín donde los desplazados de Europa –ucranianos, africanos, turcos, y sus propios compatriotas– venden un cúmulo de recuerdos como objetos. Una sombra se cierne sobre el lector. ¿Cómo de especial puede ser el exilio? Justo al otro lado de las vías de la aldea global se instala el mercadillo global.
Aunque gran parte del libro sea arbitrario y autocomplaciente, El Museo es un retrato precioso del exilio
La narradora pasea una serie de etiquetas para probar su particular distanciamiento. Ich bin müde (“Estoy cansada”) es su primera frase en alemán, y durante un tiempo no quiere aprender ninguna otra. “Aprender más significa abrirse”. Más tarde llega el guten Tag intercambiado con el cartero. En apariencia un saludo, advierte al exiliado que no vaya más lejos. “Me siento sola”, dice. “No me extraña”, le responden. “Todo el mundo en Berlín se siente solo. Y por alguna razón, nadie tiene tiempo”. Pregunta a una docena de personas: “¿Tiene tiempo?”. Todas hacen caso omiso de la pregunta. Solo el exiliado “tiene” tiempo; la población estable, solitaria o no, lo “usa”.
Entre las andanzas berlinesas se intercalan relatos del pasado. Hay una tierna historia de la madre de la narradora, desde su infancia en Bulgaria hasta los rigores de la Yugoslavia de la posguerra y la desolación que representó para una vieja creyente yugoslava ver cómo su país se desmoronaba. Hay un divertido pasaje con un gigolo portugués, y una trifulca disparatada con tres estudiantes indios en una pensión de Londres.
En estos casos, el estilo puede pecar de afectación. Así ocurre con la historia de ocho mujeres croatas, serbias y bosnias cuya amistad se rompe cuando empieza la guerra civil. Abundan los detalles afilados y conmovedores, pero quedan diluidos por el exceso inventivo y simbólico.
Las notas berlinesas dan al libro su filo penetrante y evocador. Hay momentos en los que es posible que el lector se cuestione el tratamiento del exilio como una finalidad depresiva. Al fin y al cabo, millones de personas han encontrado una vida más allá de él. Pero pongamos por un momento ese “han” entre comillas. Al igual que las vísceras para los antiguos griegos, las inspiradas pecularidades de El Museo de la Rendición Permanente parecen encerrar una profecía. La historia de la enfermedad no queda subsumida en la historia de las curas. En nuestros días, ¿el exilio sigue siendo una enfermedad, o es el comienzo de una pandemia?