Aparquemos por un momento las toneladas de bibliografía en torno a Nada, el Premio Nadal que obtuvo su condición de lectura obligatoria para varias generaciones de bachilleres, la mitología discreta que rodea a Carmen Laforet, las teorías sociales o psicológicas, los tópicos filológicos… Y vamos a pensar desde otros lugares. Yo trabajo en una escuela de adultos. Este cuatrimestre, mis alumnos tienen entre dieciocho y cincuenta años, historiales académicos fallidos, ningún hábito lector… Y a menudo son listísimos.
Ayer declamamos en voz alta las tres primeras páginas de la novela, fotocopias en mano, acompañando a Andrea hasta el dintel del piso en la calle Aribau que será su hogar en Barcelona. Fue una lectura a ciegas, sin contexto, ficha técnica ni sinopsis. Espontáneamente (no miento ni exagero), todos quisieron saber qué libro era aquel, dónde encontrarlo, cómo seguía. Les dije que, antes de explicarlo, debían redactar trescientas palabras continuando la escena a partir de la frase “…nunca una criada me ha producido impresión más desagradable”. Pues bien, ese ejercicio sacó lo mejor de su talento (sigo sin exagerar), enésima prueba de que exponerse a la buena literatura vale por dos centenares de juegos motivacionales. Ojalá todos escribiéramos con idéntico entusiasmo especulativo.
Las redacciones también probaron que, como en toda gran novela, el arranque de Nada ya contiene los múltiples estratos que cohabitarán milagrosamente a lo largo del texto. Por ejemplo, Miriam y Siham no solo intuyeron una historia de terror en aquella atmósfera sórdida (apreciación exacta), sino que la hicieron cuajar en dos metáforas perfectas: Siham, la casa como prisión; Miriam, el peso invisible de la muerte y los secretos. A Yusleidi le molestaba el término “criada”, concernida por su propio trabajo como limpiadora, de modo que le atribuyó al personaje de Antonia un monólogo rebosante de lúcida conciencia de clase.
Pero quizás lo menos previsible fue que, cada uno a su manera, Jefferson, Nicolás y Alejandro distinguieran belleza bajo la creciente pulsión pesadillesca del léxico utilizado por Laforet: belleza pese a la pobreza, la emigración o las aristas familiares, belleza en la expectativa juvenil de Andrea. Sus redacciones resultan luminosas.
Hoy he devuelto los ejercicios corregidos y he explicado quién fue Carmen Laforet. Le he prestado mi ejemplar gastado (de bolsillo, en Destino) a Cati. Y también les he agradecido que, al sentirse apelados, lograsen capturar juntos casi todo lo que es importante en Nada, lo que la convierte en el más probable clásico de la narrativa española del siglo XX.
Nada goza de esa aura atemporal que convierte un libro en una presencia viva, instalada como está en una convergencia exacta entre lo popular y lo artístico
Me explico: convengamos en que no existe “El Mejor Libro” en ningún sentido que planteemos, esas jerarquizaciones son fantasmagorías. Igualmente, admito que en el período escogido para la encuesta de El Cultural podríamos señalar, digamos, media docena de novelas más ambiciosas que Nada (La mort i la primavera, de Mercè Rodoreda, por ejemplo), más perfectas o exigentes, más populares o valientes. Serían pocas en cada registro, da igual si firmadas por hombre o mujer; pero siempre habría alguna. Sin embargo, la condición de clásico acaba ganándose gracias a un aura indefinible que, admitámoslo, suele parecerse mucho a lo que podríamos calificar de “vibración ética”.
Así, Albert Camus fue uno de los grandes autores del siglo XX, desde luego, pero lo amamos más que a otros (y es mucho más leído que otros, todavía) porque apela de un modo íntimo a nuestra idea de lo que es bueno y correcto y bello, sin ocultar la fragilidad de su conquista. De la primera a la última página, Nada goza de esa aura atemporal que convierte un libro en una presencia viva, instalada como está en una convergencia exacta entre lo popular y lo insobornablemente artístico. Qué difícil es sostenerse ahí.
En 1944, en un período infame de la historia de España, entre ruina y hambre, Carmen Laforet dio forma al sueño mejor contado de nuestra literatura, un relato onírico que desnuda al ser humano en su infinita miseria. El loco (¡y no la loca!) del desván, dos ciudades en una sola ciudad, la noche deformándose en viaje espectral, el deseo narcisista, el linaje como un Leviatán asfixiante, la amistad…
Si tuviera que resumir mi impresión acerca del libro en dos palabras, serían estas: “Seguirá leyéndose”.