La filosofía pretende explicar la vida, el mundo, valiéndose de la razón, mientras el arte busca presentar la realidad sin el uso de semejante capacidad humana. Intenta representar lo real y lo soñado, lo entrevisto, lo irreal, y todo ello profundamente individualizado. Normalmente nos servimos de un lenguaje común para comunicarnos, efectuar intercambios humanos concretos, mientras el literario permite liberar las percepciones sugeridas por encima de la utilidad. Al entrar en las páginas de Celama, llevados por la palabra de Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942), advertimos esa variación, porque el mundo inventado por el escritor viene descrito mediante un idioma adaptado a la irrealidad del escenario y de sus habitantes.
Entramos en una realidad imaginada, construida mediante un lenguaje sin bordes racionales, que no permite poner las palabras y los episodios del relato unos junto a otros con la precisión del argumento lógico, pues carecen de contornos definidos. El misterio entrelaza las treinta y ocho historias y un preámbulo que contiene el volumen; pienso en la inicial, donde un niño regresa a su casa un año justo después de haber desaparecido bajo el manto de una nevada invernal. Los lectores debemos unir las palabras y los sucesos contados con los indicios sugeridos, blandos como el algodón de una nube delineada en el cielo.
Leemos este singular libro de cuentos firmado por un estilista de la lengua aceptando las reglas que el autor impone y explica ya en sus palabras introductorias: que debemos aportar la imaginación, porque la irrealidad, el reverso de la moneda, es el espacio o el mundo si se quiere de ese universo inventado de Celama. Luis Mateo Díez, como José María Merino y Juan Pedro Aparicio, el trío de escritores leoneses, son los representantes de una narrativa española cuyas características son precisamente el uso de la imaginación como centro y origen de su narrativa, junto con la conciencia técnica y el rigor estilístico.
Su literatura aportaba a nuestra cultura un discurso pleno de esperanza en aquel duro momento de la Transición democrática. Buscaba desenterrar la riqueza oculta del propio entorno, confiando que bajo las ruinas de la realidad dictatorial existía un mundo autónomo, auténtico, rico en esencias, pleno de misterio. Ofrecía asimismo la posibilidad de una vida anímica verdadera, y que la imaginación nos permitía redimirnos de la indeseada verdad. Especialmente Díez confía en la autonomía del arte, como si su literatura sirviera para satisfacer las necesidades de nuestra sociedad burguesa, celebrando una visión del mundo de mayor enjundia, mejor del que habitamos.
Sin embargo, el valor de estos cuentos, o de las novelas del autor de Villablino, aparece cuando mira de frente a esa realidad, como en el antológico cuento, “La ley de casarse”, un breviario del matrimonio fracasado, donde el narrador se vale de una situación ficticia, el matrimonio de Vitro y Decelia, para ofrecer una reflexión sobre la vida matrimonial. “¿Quién puede saber lo que es la felicidad en un matrimonio cuando los hijos tardan y las apariencias no parecen corresponderse con la intemperancia de él y la amargura de ella…?” (p. 157).
Vitro, tras años de matrimonio, abandona a la mujer y a sus tres hijos, mientras Decelia acogerá en su casa a los entristecidos y ancianos padres del huido, como hace cuando llega a su puerta otro hijo de Vitro, que “no tenía intenciones, sólo desaires” (p. 163); después recibirá al propio marido, viejo y enfermo, y por fin a la mujer con quien el esposo había convivido durante la ausencia. A todos los amparó Decelia, aplicando a la vida su verdad humana. Otros cuentos antológicos son “Aves de paso” (p. 177) y “Las palabras del matrimonio” (p. 187).
Estamos ante un gran cuentista, de la talla de nuestros mejores, Pardo Bazán, o de la otra orilla, Juan Rulfo
Persiste la idea equivocada de que la narrativa de Luis Mateo Díez es ante todo y sobre todo una obra de arte literaria. Algo parecido sucede con la de Sánchez Ferlosio y Juan Benet, que los sitúan en un espacio cultural privilegiado, y al tiempo les extraen su verdad. En el caso del escritor leonés la riqueza no se encuentra determinando las correlaciones que se puedan establecer entre sus técnicas narrativas y las de escritores norteamericanos o ingleses sino en esa Celama, un espacio que duplica en la invención las tierras de León, el páramo, donde domina la pobreza endémica y escasea el agua, porque sus fríos inviernos y calurosos veranos hielan y agostan las cosechas, y en donde no ha mucho sus lugareños contaban al amor de la lumbre sus historias, hechas con trozos de leyenda. La credulidad de sus gentes conjuga el sentido de lo posible con la creencia en lo imposible.
Las ocho partes del libro van sumando historias sobre la infancia, sobre los viajes de los habitantes de Celama, sean los trotamundos o quienes emigran y no regresan, o cuantos nunca pasaron del puerto de Vigo, porque no se atrevieron a cruzar el mar en busca de fortuna, y vuelven ya ancianos derrotados por la pobreza. Quizás mis favoritas sean las recogidas bajo el titulillo “Ronda de amores” (III), pues cada uno de los relatos posee fuerza. Ya comenté uno, otro de enorme calidad es “La tumba de los amantes”, donde se cruzan los destinos de dos parejas, que encuentran la felicidad al volver a emparejarse. Las palabras del matrimonio aquí se las lleva el viento.
Después tenemos la parte dedicada a las señales de la muerte y la desgracia, seguida de la de los hijos, el pródigo, por ejemplo, y que continúa por la de las edades, como en el cuento “De la noche a la mañana”, donde un anciano solterón de 88 años nace a la vida en el baile con Delfina Cuéllar, y no para de bailar, y cuando en un último vals se está declarando, muere en brazos de la joven. Y termina con dos secciones consagradas a un fabulario doméstico y una dedicada a santos y deidades.
Luis Mateo Díez deja de lado, como dije, la lengua cotidiana, la de uso común, y la sustituye por una llena de elementos imaginativos. Predominan en estos relatos las experiencias imaginativas y no las sensuales y materiales, que suelen ser contradictorias, el misterio sustituye a las tensiones entre el ser humano y su sociedad. Estamos sin duda ante un gran cuentista, de la talla de nuestros mejores, Emilia Pardo Bazán, o de la otra orilla, Horacio Quiroga o Juan Rulfo. Con este libro, al igual que hiciera con El reino de Celama (2019), donde reunía tres libros anteriores, parece cerrar el ciclo de su narrativa corta. Estos cuentos ofrecen una promesa de felicidad que la realidad cotidiana nos arrebata con cíclica crueldad, y en ese vértice creativo reside el corazón que late en la obra entera de Luis Mateo Díez.