Ensayábamos una obra de teatro teológico titulada Los infortunios de la Virtud. Todo era simbólico, alegórico, recargadamente piadoso.

Vestidas con pesadas túnicas confeccionadas por nosotras mismas en una máquina de coser prestada a partir de cortinas viejas, aparecían representadas en aparatosas mayúsculas la Pureza en conflicto contra la Tentación, rodeadas de columnas de cartón entre las que pululaban el Vicio, la Codicia, los Celos, la Bondad y, cómo no, en el clímax final, el Sacrificio tocado con una corona de purpurina.

Éramos un puñado de alumnas jóvenes, ocho o diez, el Club de las Amazonas. Las monjas accedieron a cedernos un sótano sin uso, deficiente de luz, con unos pocos trastos amontonados en un ángulo, macetas sin tierra, botes de pintura alineados contra la pared y unas cuantas brochas resecas o muy resecas. Allí nos congregábamos para debatir todos los mediodías de tres a cinco, saltándonos las horas de estudio gracias a un justificante firmado por la directora, con nuestro disfraz de cortinas.

Nos pintábamos las caras con hollín: nuestra pintura de guerra. Fumábamos encarnizadamente, pese a la prohibición. Defendíamos con ferocidad intransigente nuestros puntos de vista irreconciliables sobre Los infortunios de la Virtud, nos gritábamos, nos empujábamos, no cedíamos, ridiculizábamos las opiniones ajenas… El arte no era cosa de broma, era un sacerdocio, una brutalidad: algo que justificaba ese paréntesis entre dos muertes al que llamamos vida.

–¡La Forma determina el Contenido! Según Platón…

–No, no, no. De eso nada. Es justo lo contrario. ¡El Contenido prefigura la Forma!

–Pero la métrica…

Las palabras rebotaban contra el muro de hormigón. Cualquiera que hubiese escuchado las voces procedentes de aquel sótano intoxicado de humo, se habría preguntado de qué podían estar discutiendo aquel grupo de internas de un colegio religioso con semejante grado de violencia.

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Nos lo tomábamos tan a pecho que pedimos prestada una cámara de video para grabar los ensayos; por ahí deben de andar las cintas, custodiadas en algún almacén judicial; no imaginábamos que a la larga se convertirían en prueba acusatoria contra nosotras.

Pronto nos dimos cuenta de que había demasiados personajes en escena; era un caos mareante. Entre discusiones y peleas, decidimos simplificar el libreto, librándonos de la Templanza y de la Prudencia, que lo único que hacían eran estorbar: fuera con ellas. Arrancamos las páginas y arrojamos al aire el confeti de sus trozos. Fundimos en un solo personaje a la Envidia y la Incompetencia, que para mí son lo mismo.

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Durante cuatro tardes seguidas se presentó a ver los ensayos aquel señor insignificante, de lentes sin montura. Todas supusimos que era conocido o familia de alguna de las otras chicas, pero no. A ninguna se nos ocurrió preguntarle quién era, qué hacía aquí, qué quería. Se sentaba en el rincón más alejado con las piernas cruzadas y el elástico de los calcetines flojo, los ojos medio entornados, a punto de gimotear, haciendo ruidos de papel de caramelo, sin pronunciar palabra.

Durante cuatro tardes seguidas se presentó a ver los ensayos aquel señor insignificante de lentes sin montura

De repente, mirabas y ya no estaba. Quedaban, en su lugar, unos cuantos envoltorios esparcidos por el suelo. Meses después, cuando nos llevaron detenidas a todas en un furgón policial para interrogarnos, supimos bien quién era semejante demonio de los caramelos. Más nos habría valido haber seguido en la ignorancia.

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Una vez alguien me explicó cómo se amaestra una pulga. Se atrapa a la pulga, se la introduce en un tubo vertical, sobre el que se coloca una tapa. La pulga salta, siempre salta, para eso es pulga. Se golpea con la tapa. Poco a poco, a base de encontronazos, la pulga –que será pulga pero no tonta– va aprendiendo a medir su impulso para no chocarse contra la tapa.

Tras unos días de entrenamiento a base de saltos y golpes, y más saltos y más golpes, horas enteras, la pulga aprende por sí misma a calcular cuánto tiene que saltar para no golpearse. Se queda a unos milímetros de la tapa. Ya va entendiendo.

Cuando se retira la tapa del tubo, la pulga ya no se escapa. Podría, si quisiera, fugarse con toda facilidad; nada se lo impide; es libre. Sin embargo, durante esos días cruciales de sufrimiento, la pulga ya ha interiorizado la enseñanza de que conviene ajustar su salto a la medida precisa para no golpearse y ni siquiera rozarse con la tapa.

Pase lo que pase, ya nunca más, en su vida, la pulga saltará por encima de ese límite. Se quedará siempre un poco más corta. Toda su vida. Jamás se escapará. Y así es como se amaestran las pulgas.

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La que más gritaba de nosotras solía ser Sacramento. Me sorprende no haberme fijado antes en ella. Esa distracción, creo, revela mucho de mi carácter. Sacramento fumaba y se desgañitaba y se marchaba gesticulando y volvía sobre sus pasos con su cara de payasa manchada de hollín, el cuello estirado sobresaliendo por encima de la cortina desangelada, fea hasta decir basta. Su risa era cruel, medio artística.

El amor siempre me sorprende desprevenida. Me ataca con la guardia baja, mientras estoy distraída mirando una mota de polvo en la hoja de una planta o atragantándome con mi propia saliva.

Perdí el apetito. Me veo mirando una palmera de chocolate en la amplitud del comedor apuntalado por anchos haces de sol, que hacían las veces de vigas, en medio de mi soledad de tira cómica.

La belleza no es una fuerza inocente, ni agradable, sino perturbadora e hiriente. Cuando la belleza te ha tocado de verdad, ¿cómo podemos seguir tolerando el mundo? ¿Cómo podemos continuar viviendo como si nada? ¿Con qué derecho?

Esa era la pregunta que yo me hacía, en el comedor casi desierto, mientras miraba derretirse mi palmera de chocolate.

Nunca he sabido tener pelo, ni uñas, ni caderas. Mi vida es una colección de accidentes, sin la menor relación unos con otros. No sé qué esperaba yo de aquellos ensayos, el imposible de un milagro, una cirugía, que la lluvia no me mojase o que los árboles estirasen sus hojas hacia abajo, tierra adentro, hasta envolver el corazón del cuarzo.

Y me comparo con otras, me comparo mucho, me comparo todo el tiempo.

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Sacramento propuso, entre otros rituales bárbaros, inyectarnos en el escenario,

delante de todo el público, el suero de la Verdad.

Yo apoyé su propuesta, con exceso de entusiasmo, me temo, pese al terror que me infundía la posibilidad de quedarme inerme frente a todos, sin escudo, con la verdad en los labios. A merced de aquella sustancia opalina, repartida en ampollas, de aspecto inofensivo, incluso alegre, lo cual me daba más miedo y agravaba mis pesadillas.

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No sé qué ocurrió con Los infortunios de la Virtud, algo falla, se tuerce, de repente la actriz que interpreta Amor sufre un desmayo en escena. Se queda blanca, inconsciente, no reacciona. Algo que le sentaría mal.

Amor lo pasa fatal, entre sudorosos retorcimientos. Su indisposición obliga a suspender ensayos, plantear sustituciones y desprogramar todo el calendario de estrenos. Llega a oídos de la directora la indisciplina del sótano. Tiene sus informadores. Una de nosotras nos traicionó, nos vendió a cambio de algo.

Coincide con la época de exámenes y nuestras prioridades cambian. El Club de las Amazonas entra en declive y se deshace solo, sin necesidad de que nadie lo remate. Todo queda en el aire, sin concretarse, hasta que se aplaque por completo aquella diarrea de amor.

La vida es así, viene y va, sube y baja, entra y sale. Ya sé que puedo ser cualquier cosa que desee: un lápiz, una ciudad o este silencio. Poco a poco nos vamos vaciando, cada vez menos posesiones, más solas, de manera que al final no tienes nada, absolutamente nada, pero tienes el cuento.