Gasta Francisco Rico (Barcelona, 1942) una inteligencia sutil y algo perversa, pero de apabullante ingenio y generosidad. Reconocido hace tiempo por los suyos como príncipe de los filólogos, este discípulo aventajado de Ramón Menéndez Pidal, Rafael Lapesa, Martín de Riquer, Steven Runciman, Rosa Lida y tantos otros que pasean por las páginas de su último libro, Una larga lealtad (Acantilado), prefiere reírse también de sí mismo, escudado en una desmemoria que le hace olvidar polémicas y luchas académicas.
Pregunta. ¿Cuánto hay de gratitud, cuánto de admiración, cuánto de amistad y cuánto de nostalgia en Una larga lealtad?
Respuesta. Hay de todo, en efecto. No es, en ningún caso, otra cosa que el testimonio de admiración y gratitud por los autores de los que escribo, porque no pretendo sino proclamar públicamente mi agradecimiento a todos esos grandes maestros que también fueron grandes amigos.
P. Reúne artículos escritos a lo largo de más de cinco décadas. El primero, dedicado a Menéndez Pidal, por ejemplo, es de 1964. ¿No se ha sentido tentado a rematar alguno con nuevas reflexiones o perfiles inéditos?
R. No, no. En el libro solo hay un texto que no se publicó en su momento porque... No sé por qué razón, creo que se me olvidó dárselo al editor. Es el dedicado a José-Carlos Mainer, pero realmente había sido escrito para que fuese leído, así que seguía inédito, pero por casualidad.
P. Abre el libro confesando que no puede escribir sus memorias “porque no las tengo”. ¿De verdad se le olvidan “inmediatamente” las incidencias de la vida cotidiana o es una muestra más de su elegancia florentina?
R. No, no, no, en absoluto, he perdido la memoria, creo que es la edad, es la ataxia, rondo los ochenta años, y no solo me ocurre a mí. Como explico en las primeras páginas del libro, las rutinas de la vida cotidiana llegan y se me olvidan inmediatamente, y del pasado lejano en realidad ya solo recuerdo algunos episodios y acontecimientos importantes.
Ofensas y olvidos
P. ¿Algunos de sus enemigos pueden quizás respirar aliviados ante su desmemoria?
R. Pudiera ser. En todo caso con la vejez soy más inofensivo, tiendo a ser bueno para que se note menos el pecado, ja, ja.
P. Los artículos compilados en el libro fueron escritos a lo largo de más de cinco décadas...
R. Sí, está ordenado cronológicamente, pero por casualidad, el primero tiene que ver con todo lo demás, y es el dedicado a Menéndez Pidal.
“Con la vejez soy más inofensivo, tiendo a ser bueno para que se note menos el pecado, ja, ja”
P. Sí, pero ¿cree que componen una suerte de autorretrato indirecto?
R. ¡Qué más quisiera yo que poder compararme con ellos, con mis amigos y maestros!
P. ¿Quiénes le definen mejor, sus amigos y maestros, o sus enemigos, que algunos ha tenido y muy ruidosos?
R. Ruidosos pero inofensivos, y tampoco han sido tantos, ni tantas las polémicas, solo han sido cosas que pasan y he olvidado.
P. ¿Cómo se definiría como filólogo y como persona a sus ochenta años cumplidos, en unas pocas líneas?
R. Cumplidos no, aún me faltan dos semanas [rebate con precisión y cierta coquetería]. Me autorretrataría como la antítesis del filólogo profesional, es decir, como un aficionado, porque realmente no he hecho nunca nada por obligación y todo por placer, con las herramientas del especialista, pero con tenacidad y pasión, divirtiéndome siempre.
P. ¿Qué cree que pensarían Menéndez Pidal, Martín de Riquer o Fernando Lázaro Carreter de esos nuevos planes de estudio que parecen castigar a las humanidades (y sobre todos, a los alumnos)?
R. No es dudoso que todos ellos, en realidad todos los maestros a los que celebro en este libro, verían con malos ojos la merma precisamente de las materias que ellos cultivaban con tanto fervor y entusiasmo, eso no se puede dudar. Ha habido demasiada lenidad pero un poco de manga ancha tampoco va a condenar a los alumnos al infierno por toda la eternidad, ja, ja.
P. ¿Existen hoy filólogos comparables a los que homenajea en este libro?
R. Sin duda sí, lo que pasa es que hoy el ejercicio de la filología es más aséptico, se disfraza simplemente de procedimientos exhaustivos de verificación, de constatación. Se tiende a la especialización y se pierden perspectivas más amplias y creativas. También el vínculo entre discípulo y maestro es hoy mucho menos personal.
P. Sin embargo, en el libro sí relaciona, por ejemplo, a Inés Fernández Ordóñez con Ramón Menéndez Pidal...
R. Desde luego, Inés Fernández Ordóñez pertenece a la escuela de don Ramón, pero ya no tanto a la de Don Ramón, con el que a veces disiente y al que a menudo actualiza, como a la de su nieto, Diego Catalán, uno de los grandes especialistas que ha innovado mucho en el terreno de los estudios cervantinos.
“Soy la antítesis del filólogo profesional, nunca he hecho nada por obligación, sino por placer”
P. En el libro dice compartir con Mario Vargas Llosa “y con un conocido de Cervantes” una fobia inconfesable. Como han pasado ya más de veinte años desde que lo mencionó, ¿por qué no nos la descubre, o al menos apunta su sentido?
R. Pues... no soporto lo que en mi tierra llamamos güitos de aceitunas encima de una mesa, a la vista. Eso le pasa también a Mario y a un personaje de Cervantes, sí.
P. Dedica uno de los apartados más emocionantes del libro a María Rosa Lida: ¿cree que se le ha hecho justicia, que es conocida como se merece, o seguimos teniendo una memoria antojadiza y caprichosa?
R. Sigue siendo conocida, desde luego, y muy apreciada, pero los terrenos que ella cultivó —la filología y la historia de la literatura, y las tradiciones de Atenas y Jerusalén, la tradición clásica—, en los que realizó una labor pionera que alcanzó alturas de excelencia, han quedado un poco relegados, aunque no creo que nadie reste los méritos ni el maestrazgo a María Rosa Lida.
Ynduráin y la pasión
P. Otro gran protagonista es Domingo Ynduráin, del que escribe que “era el reverso del filólogo profesional y que estaba dominado por la pasión, la tenacidad y el saber”.
R. Pues sí, Domingo era filólogo “aficionado”, sin parcelas, y un gran ejemplo de entusiasmo, de vocación, de ganas de saber, pero muy libremente, muy sin corsés de escuela ni de otro tipo. Estaba dominado por el afán de saber por saber, quizá sin método, quizá con cierta gratuidad, pero con pasión, conocimiento y libertad, en cualquier caso, recorriendo todas las sendas de nuestra literatura, de La Celestina a Pío Baroja, pasando por san Juan de la Cruz, Antonio Machado o Miguel Mihura.
P. Si piensa en la Real Academia, ¿quiénes dominan hoy, los que usted llama “profesionales” o los “aficionados”, como Domingo Ynduráin o como usted mismo?
R. No lo sé, porque no la frecuento mucho, pero no creo que haya mucha más división que en cualquier grupo humano, es una mezcla de personas con distintas opiniones que sólo se ponen de acuerdo y funcionan como una institución cuando se trata de cuestiones léxicas o gramaticales.
“El diccionario no lo hacemos los académicos sino los lexicógrafos profesionales que trabajan para la casa”
P. Pero ¿está dividida la Academia en bandas enemigas o es sólo una leyenda?
R. Como en todas partes, en la Real Academia hay afinidades, gustos, y hay amistades, pero nada especial, todo es libérrimo, sin implicación de ningún tipo, ni política, ni profesional, ni nada.
P. De todas formas, en ocasiones usted ha sido muy crítico con la RAE al señalar que quienes manejan el Diccionario son el Director, el Secretario y un grupo de filólogos y lexicógrafos contratados, y que a menudo los académicos se enteraban de los principales cambios tarde…
R. Así es, sí, el Diccionario no lo hacen los académicos, lo hacen los lexicógrafos profesionales que trabajan para la Academia. Los académicos son quienes dan la aprobación última de los artículos, o dan su opinión especializada sobre algunas cuestiones, pero el Diccionario ni lo hacen ni lo pueden hacer los académicos.
P. ¿Cómo logró Fernando Lázaro Carreter, otro de los grandes protagonistas del libro, cambiar el rumbo y modernizar la Academia?
R. Con una voluntad poderosa y con unos objetivos muy claros, incluyendo además la opción de los lexicógrafos que trabajan para la Academia.
P. Volviendo al tema de las polémicas que ha mantenido a lo largo de su vida, que han sido abundantes y a veces sangrientas, ¿con cuál se ha divertido más y cuál le resultó en su momento más desagradable?
R. Uf, uf, uf, polémicas, no creo yo que hayan sido tantas...
“La rebaja sobre el 25 por ciento de enseñanzas en castellano en Cataluña no tiene justificación”
P. Bueno yo recuerdo algunas muy sonoras con Andrés Trapiello, con Arturo Pérez-Reverte...
R. Vamos a ver, disentir con Trapiello o con Pérez-Reverte, personas a las que quiero mucho, son gajes del oficio, porque no pertenecen ninguno de los dos al círculo de los filólogos, son cosas externas a la filología.
P. Así que finalmente se reconcilió con el “alatristemente célebre productor de best sellers”...
R. Eso es muy gracioso... Por una tontería no hace falta una reconciliación expresa, ni que firmemos un tratado de paz.
La deriva nacionalista
P. ¿Qué le parece la deriva nacionalista y su aparente intención de suprimir o eludir el 25 por ciento de horas en castellano en los planes de estudio?
R. Me parece muy mal en todos los sentidos, porque el castellano es la lengua de todos los españoles, incluidos todos los catalanes, y por lo tanto es una rebaja que no tiene justificación, o una impugnación que no tiene justificación.
P. ¿Cómo vive el trato oficial por parte de la Generalitat a los filólogos y creadores que escriben en español?
R. No sé mucho de cuál es tal comportamiento, pero todo lo que sea disminuir la fuerza creativa de los individuos a favor simplemente de una supuesta defensa de la lengua me parece totalmente irracional.
P. Uno de sus proyectos más queridos es la Biblioteca Clásica de la RAE que dirige: ¿sus 111 títulos son el canon de nuestra literatura hasta el siglo XX?
R. Básicamente sí, se puede imaginar que pueden faltar diez, pero sí, tienen un nivel de excelencia que no se había logrado hasta ahora.