Poeta, filósofo, ensayista y sacerdote, vivió como pintor plástico en el Greenwich Village durante la década de los 60, experimentó con el LSD junto a Timothy Leary, dejó de pintar –“la pintura me dejó a mí”, suele decir al respecto-, compartió gurú con Allen Ginsberg y cumplió durante siete años un voto de silencio en un monasterio de la orden trapense.
A vista de halcón, y en primer primerísimo plano también, es casi imposible afrontar la vida de Hugo Mujica sin que se te escape algo por los lados. Él mismo bromea con la curiosidad que suele suscitar su biografía. “Va por temporadas –dice-. Por ejemplo, durante una época yo era el que había estado en Woodstock. Y es raro, porque después Woodstock desapareció de mi vida”. Pero no, Woodstock sigue estando ahí. Antes de abandonar la comuna hippy aún tuvo tiempo de pasar por el mítico festival en 1969. Su tiempo allí supuso lo que él ha venido a describir alguna vez como su “despedida del mundo”.
Nacido en Avellaneda (Argentina), en 1942, hijo de una familia proletaria sindicalista por parte de padre, de raíces anarquistas, desde muy joven, a los 13 años, tuvo que empezar a trabajar en una fábrica de vidrio, donde ya estaba empleada toda su familia. “Mi madre tenía que envolver lo que fabricábamos en papel y ponerlo en cajas -recuerda hoy-. Eran unos pliegues grandes como con cuatro o seis cuartillas, que en realidad eran novelas”. Libros, en su mayoría franceses, como Los tres mosqueteros o El jorobado de Notre Dame. “Ella los cortaba, los pegaba con harina y agua y hacíamos libros con tapas de papel de madera”. Fue ahí, cuenta durante una entrevista que concede a El Cultural tras su paso por el ciclo de Ámbito Cultural, #LdeLírica, cuando empezó su interés por la literatura.
Pero antes de convertirse en ensayista y poeta, mucho antes, en 1961, Mujica desertó del servicio militar argentino y partió hacia Estados Unidos. “La explicación que doy ahora es que me fui porque era joven, porque no tenía ningún razón, salvo irme, me asfixiaba mi vida en Argentina”, comparte. Llegó a Nueva York con 27 dólares, sin visa y sin hablar inglés. “Tener que aprender un idioma, estar solo sobre mis pies, me hizo sentir como que nacía, que era yo mismo y no el que me habían dado, porque o sobrevivía o nada”, explica.
Entre hippies, pintura y drogas
Muy pronto creó vínculos con el mundo artístico de los pintores que vivían en Greenwich Village. “Más allá del mito, aquel era el barrio barato donde uno se iba a vivir porque el alquiler era asequible -matiza-. Eso generaba que se concentraran muchos artistas porque son los que no tienen plata. Y lo cierto es que era muy estimulante estar todos allí trabajando, creo que aquello tenía algo de verdad, fue muy hermoso. Yo crecí ahí, llegué a los 19 años y me fui a los 30. Pero también era una época compleja. Estaba por un lado, todo aquel ambiente de los hippies pero por el otro lado estaba que mataban a Bob Kennedy, John Kennedy, Malcolm X o Luther King. Era una carnicería eso. La policía andaba por la calle y pegaba. Y después estaba toda la contestación a la guerra de Vietnam y la liberación de los negros. Fue una época muy rica y muy efervescente”, recuerda.
En medio de todo aquello Mujica pasó aquellos años entre “los hippies, la pintura y las drogas”. Fue la época en la que trabajó junto a Timothy Leary. “Todavía las drogas no habían llegado a ser consumo, estaban integradas en una búsqueda, yo diré que a veces me vació”.
"El movimiento hippie era la primera imagen de una contracultura que no tiene un libro. No había ideas, había sentimientos"
“Por ahí fui desfilando, fui consiguiendo trabajos nuevos, pintando y todo eso –continúa-. Y después, en algún momento, el movimiento hippie y todo aquello empezó a morirse. En el 67 se había vuelto formalidad. Por otro lado, aquel ambiente tampoco había resultado tan extraño para los latinos y los negros. Como lo analizo yo, en Estado Unidos aquello era otra cosa distinta al Mayo del 68, donde todavía se marchaba con reivindicaciones, casi diría, con chaqueta y corbata, el ‘hippismo’ allí era una fiesta, la gente se disfrazaba y se bailaba. Y eso se apagó. Además, el movimiento hippie era la primera imagen de una contracultura que no tiene un libro. No había ideas, había sentimientos. En eso digo que a los latinos y los negros no nos resultaba tan extraño. Para la nacionalidad sajona eso fue como un brote de afectividad”, reflexiona.
A finales de los 60, “ya todo se pudría -añade-. O te morías o volvías al sistema”. Fue entonces cuando apareció lo místico y llegaron los gurús. “En los 50 los beatniks se habían ido a Oriente y en los 60 Oriente venía a Estados Unidos”, explica. Entonces, Mujica, que ya había dejado la pintura, conoció por Allen Ginsberg al gurú Satchidananda, al que William Burroughs le había pagado el billete a Estados Unidos porque, según decía, lo había curado de la adicción. Fue de la mano de este gurú, que el poeta acabó en un monasterio Trapense con un voto de silencio. “Estuve siete años, en el tercero empecé a escribir poesía”, resume.
Del silencio a la poesía
Sobre su experiencia en el monasterio, Mujica cuenta que lo vivió “maravillosamente”. “No se puede describir porque precisamente en el monasterio lo que hay es la vida desnuda. No difiere tanto de un campesino, salvo que hay una comunidad que está más organizada, pero el hecho de no hablar te saca todo. No hay espejos, no te ves la cara. Es un sistema de desnudamiento. Se trata de saber: yo no soy el que habla, con todo lo que usamos el habla para expresarnos y seducir. Te va quitando todo eso, yo diría la cultura, y empiezas a encontrar qué quiere decir la vida desnuda. Es un sistema que te deja desnudo ante la vida hasta que puedes revestirte como quieras, pero elegido por vos”, comparte.
Aquella experiencia, como era de esperar, le cambió la vida. Hasta el punto de que su poesía, salió de aquel silencio. “De ese hecho fundacional que no es intelectual, sino el haber vivido adentro del silencio, de ahí nació la poesía y cada vez nace de ahí -se sincera-. Si algo aprendí de él es a volverme a escuchar, porque el silencio no es nada, es poder escuchar que todo se expresa”, manifiesta.
Fue entonces cuando, a los siete años, dejó el monasterio. “Tengo cierta sensibilidad para sentir cuando la vida ya no dispersa vida en determinadas circunstancias y eso era como que se había cumplido”, cuenta sobre el momento en que decidió volver al ruido. Entonces apareció la poesía. “Escribí un libro, yo no estaba vinculado con la literatura para nada todavía y en la radio había un programa de poesía y yo mandé un poema”. A partir de ahí, una editorial se interesó en sus versos. Brasa blanca, ya en 1983, fue el primer libro que publicó. Desde entonces, no ha parado. Entre sus libros de poesía se encuentran: Para albergar una ausencia (Pre-Textos, 1995), Noche abierta (Pre-Textos, 1999), Cuando todo calla (XIII Premio Casa de América de Poesía Americana, Visor, 2013), Barro desnudo (Visor, 2016) o A las estrellas lo inmenso (Visor, 2019).
"Hay un viraje en mi poesía, yo desaparezco, desaparece ese yo y empieza a haber paisajes, más que paisajes naturaleza, elementos"
En todo este tiempo, Mujica reconoce que su poesía ha evolucionado a un desprendimiento del yo en búsqueda de un paisaje. “Estoy citando un libro porque yo trato de mantener la cabeza fuera del análisis, no quiero especular cuando escribo. Hay varios periodos. En el primero hay todavía un tú, que yo no sé bien quién es, a quién le hablo, todavía aparece la ciudad y sus temas, como la soledad o la alineación como vivencia mía, con un yo que vive todo eso. Después hay un libro, Paraíso vacío, que es el único que escribí en prosa, donde tiene todo mucho que ver con la niñez y la traición al niño del adulto. Y de ahí en adelante, hay un viraje en mi poesía, yo desaparezco, desaparece ese yo y empieza a haber paisajes, más que paisajes naturaleza, elementos. Aparece la lluvia sobre todo, el viento, el río… Tiene algo más cósmico y totalmente desprovisto de sujeto narrador”, señala.
Poeta, filósofo y ensayista, aunque Mujica comenta que no ha vuelto a pintar desde la década de los sesenta, sí reconoce una importante vertiente estética en su obra. “Sigo teniendo una mirada estética. En mis libros pongo los poemas abajo porque tengo muy metido de los estudios que tiene que haber un suelo que sostenga, todo eso para mí es visual. No sabría decir cómo lo rijo, pero hay un rigor en eso, no es cualquier cosa. Y me lo dice visualmente, no pensadamente, por ahí pienso las palabras, pero también hay una dimensión visual, qué quiere decir que el lector se encuentre con una página...”.
Filosofía para la vida
Como autor de ensayos, el poeta ha escrito además, entre otros, Origen y destino. De la memoria del poeta presocrático a la esperanza del poeta en la obra de Heidegger. (Carlos Lohlé, 1987), La Palabra inicial. La mitología del poeta en la obra de Heidegger (Editorial Trotta, 1996), Poéticas del vacío. Orfeo, Juan de la Cruz, Paul Celan, la utopía, el sueño y la poesía (Editorial Trotta, 2002), Lo naciente. Pensando el acto creador (Pre-textos, 2007), La Casa, y otros ensayos (Vaso Roto Ediciones, 2008) o La carne y el mármol. Francis Bacon y el arte griego (Vaso Roto Ediciones, 2018).
Sin embargo, sobre la vida hoy no tiene claro que pueda explicarse con ninguna corriente filosófica actual. “No hay nadie que lo explique. Creo que vivimos en una época que tiene una cultura que se acabó y otra que todavía no logramos formar. Y esto que estamos viviendo todavía no tiene explicación, por así decirlo. Precisamente, nos salimos de una cultura excesivamente explicativa, donde se suponía que todo estaba entendido, y si no la entendíamos la entendía Dios, y creo que eso nos agotó, nos asfixió de tanta comprensión. Yo me especializo en Heidegger y en Nietzsche, que para mí va junto con Heidegger, para mí son ellos los que entendieron lo que está pasando hoy y lo que iba a pasar”.
Asiduo de las redes, que utiliza por mero “utilitarismo”, para promocionar sus actividades literarias, advierte que, en general, Facebook le parece una herramienta “triste”. “Hay una soledad ahí -dice- que atraviesa todo muy impresionante. Que te pone estoy desayunando y ni un like”. Además, añade, “pongas lo que pongas, ya hay una marca de algo, que primero tienes que pasar decenas de entradas hasta que aparezca Sócrates el filósofo y no el zapatero. Cada vez más va siendo copada por el mercado y quedando más abajo todo lo otro, que sigue estando pero más abajo. Sirve también como cartografía del mundo, aunque ya todos sabemos que esto es un mero supermercado”, advierte.
"Sé lo que pasa. El otro día fui a escuchar a Paul B. Preciado. Pero hasta ahí, no más"
Aunque no muy pendiente de las nuevas corrientes, en poesía está al tanto porque con bastante frecuencia, le envían trabajos. “Yo no los sigo a ellos, pero ellos me siguen a mí -bromea-. Me mandan cantidades, sobre todo con la facilidad ahora de mandarte libros por internet, y soy de contestar siempre. Eso me obliga al menos a ojear y sé siempre a lo que andan. Pertenece a lo que estamos viviendo, hay una pluralidad estética de cosas impresionantes que me parecen una gran creatividad y en general poca calidad”.
Sobre filosofía, reconoce que no está muy abierto a profundizar en las nuevas corrientes, aunque siga inevitablemente al tanto. “Yo tengo 80 años, y llega un momento donde te cansas de ver qué dice el último francesito que se publicó. Ya encontraste cuál es tu camino y no vas a cambiar ya tanto. Llega una edad en donde empiezas a ahondar más que a querer integrar. Así que no estoy al tanto. Sé lo que pasa. El otro día fui a escuchar a Paul B. Preciado. Pero hasta ahí, no más. Yo prefiero seguir con los presocráticos o Heidegger que con novedades”.