Felipe Benítez Reyes (Rota, 1960) ha reunido su poesía en sucesivas entregas. La primera, Poesía: 1979-1987 (Hiperión, 1992). Después, Trama de niebla (Tusquets, 2003), donde agrupa lo escrito hasta 2002: Paraíso manuscrito, Los vanos mundos, Pruebas de autor, La mala compañía, Sombras particulares (premio Loewe), Vidas improbables (premios Nacional y de la Crítica), El equipaje abierto y Escaparate de venenos. Por último, Libros de poemas (Visor, 2009), que incorpora lo publicado hasta 2008 (incluye La misma luna). Posteriormente llegaron Las identidades y Ya la sombra.

Un mentido color

Felipe Benítez Reyes

Visor, 2022. 84 pp. 20 €

Dedicado a tres amigos y maestros muertos: Ángel González, Caballero Bonald y Francisco Brines, Un mentido color se abre con una cita del ilustrado extremeño Meléndez Valdés y dos epígrafes donde se aclara que “color”, en referencia al título, “significa alguna vez razón o causa”, según Covarrubias.

Desde el primer poema, “Entonación del sinsentido”, el lector toma conciencia de que no está ante “un libro más” (aunque en rigor lo sea), secuela, digamos, de una valiosa serie que la inmensa minoría ha acreditado. Es quizá, vaya eso por delante, su libro (en sentido estricto, por unitario) más hondo y filosófico, lo que tratándose de FBR no significa que esté cargado de veleidades metafísicas.

Al revés. A los sesenta de su edad (“60 cumpleaños” titula un poema), el poeta sabe lo que se juega. “Esto va / de mal en peor. // Mi tiempo se ha agotado”, se lee en otro que es y no de Laforgue. Por eso, lejos de la repetición, las mañas del oficio y lo déjà vu, este libro aporta algo sustancial a su obra y suma en esa cadena de aciertos a que hacía mención. “Siendo, afanosamente, en lo que hacemos”, dicho con talante landeriano.



La identidad (“nunca fui quien te dije que era”) es acaso la cuestión principal sobre la que gira esta suerte de caleidoscopio vital, un símbolo recurrente en su poesía. Contra la fugacidad (“Aprende la lección de lo fugaz”) y el tiempo (“en el tiempo ilusorio / que miden los relojes detenidos”), en medio de la extrañeza (“La vida que se fue no ocurrió nunca”, “todo confluye en la extrañeza / de lo que es y no es y está en sí solo”) y ante la amenaza del vacío y de la nada (“ese vagar sin meta en torno a qué”).

Teatro y ficción

No dejamos de asistir a una conversación entre el yo que escribe (“ser eterno y fugaz y no ser nadie”) y su sombra (“vas contigo y vas solo”), ese “otro” al modo borgeano (como en “Canción de los temores”) que para existir tiene que valerse, por escéptico que sea, de las palabras (o de su eco): “inestable la voz de quien se nombra”. Y lo hace entre la realidad (del mar, por ejemplo) y la imaginación (esa “magia blanca” que nunca falta), pero sin perder nunca de vista la literatura. Por eso la presencia de lo teatral y de la ficción (que aportan, tal fantasmagoría, la debida distancia) resultan ineludibles. Como los guiños literarios: Ezra Pound, Fernando Pessoa, D. H. Lawrence, los clásicos...

Traductor de T. S. Eliot, otro maestro, Benítez Reyes usa con habilidad el monólogo dramático, otra táctica de distanciamiento, como en el pessoano “El tramo final…”, uno de los sustanciosos poemas extensos del conjunto. Destacaría, además, “La tempestad”, “Jardín de Armenta”, “Los gorriones” (“¿Nada es inocente de sí mismo?”), “Las artes y las ciencias”, “Aparición de Ezra Pound en Venecia” o “Silvia”, memorables versos de amor compuestos con maestría para su mujer. Al final, otra lección: “Recuérdate en el tiempo y no te duelas”.

Canción de los temores

Vas contigo y vas solo

por el camino de nadie.

(Y la sombra de ti que más temías).

Hablas a solas contigo en tu pensar,

pensando en nada:

piensas en tu tiempo

y dónde el tiempo aquel,

y dónde tú,

el que se piensa.

(Y el recuerdo de ti que más temías).

Si no puedes oírte en tu silencio,

¿qué podrán las palabras?

(Las palabras de ti que más temías).

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