Cuentan las crónicas que la primera Feria del Libro de Madrid se celebró del 23 al 29 de abril de 1933 en el Paseo de Recoletos y que, con apenas 40 casetas, era minúscula comparada con la actual. Ese año, los títulos más vendidos fueron Sonata de estío de Ramón del Valle-Inclán, Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque, La ilustre fregona de Miguel de Cervantes, Los que no fuimos a la guerra de Wenceslao Fernández Flórez y La ‘tournée’ de Dios de Enrique Jardiel Poncela, así como obras de clásicos como Homero, Shakespeare, Quevedo o Dostoievski. No hubo firmas, claro, pero el día de la inauguración Miguel de Unamuno, Valle-Inclán y Ramón Gómez de la Serna, entre otros, hablaron por el micrófono de la Feria a todos los visitantes.
En 1936, con la guerra civil, dejó de celebrarse hasta 1944, por la catastrófica situación económica y cultural de nuestra posguerra y por la identificación de la feria como uno de los logros de la anti-España republicana. Con todo, el éxito de la edición del regreso fue tal que la clausura tuvo que retrasarse tres días. Los siguientes años fueron de crecimiento y consolidación, pero es con la transición cuando vive su gran metamorfosis, multiplicando el número de visitantes, autores y dedicatorias. El fenómeno de las firmas multitudinarias comienza entonces.
A finales de los años 70, la feria tiene algunos nombres propios que conviene rescatar del olvido, por las ingentes masas de lectores que hacían cola durante horas por sus firmas: Fernando Vizcaíno Casas, autor de las entonces popularísimas De camisa vieja a chaqueta nueva, Niñas, al salón, o Viva Franco, con perdón, devoradas por los nostálgicos de turno, y Torcuato Luca de Tena, cuya Edad prohibida (1958) siguió vendiéndose durante décadas, aunque con el tiempo la superaría Los renglones torcidos de Dios (1982), llevada al cine en 1982 por Tulio Demicheli, y de la que acaba de rodarse una nueva versión interpretada por Bárbara Lennie.
Herencias del pasado
También fueron los mejores años feriantes de Mercedes Salisachs, consagrada por La gangrena, premio Planeta en 1975, que superó el millón de ejemplares vendidos. Poco antes de morir, rozando el siglo de vida, seguía acudiendo al Retiro con entusiasmo de principiante, dedicándole un libro a Mariano Rajoy.
A finales de los 70 arrasaba también Paco Umbral con Los amores diurnos, El diario de un escritor burgués y Ramón y las vanguardias, sin dejar de firmar ni un minuto, imperturbable con su chaqueta y su fular mientras los demás morían de calor (en 2001, en cambio, mientras le tributaban un homenaje sufrió una lipotimia por las altísimas temperaturas).
Si quien le pedía la firma era una mujer, solía escribir con su caligrafía de médico: “Con mi respeto”, pero si se trataba de un hombre, éste leía: “Con mi amistad”. Entre sus anécdotas preferidas estaba la del muchacho que le pidió que le dedicase el periódico, “porque no tenía dinero para comprar un libro”, y la de cuando se le cayó la caseta encima, “con todos los libros”.
También en los 80 comenzaron las citas con los lectores de Rosa Montero, que solía dedicar su Crónica del desamor (1979), La función Delta (1981) y Te trataré como a una reina (1983) sin descanso, hasta acabar con manchas de boli hasta en las cejas. Cómplice y generosa de su tiempo, sigue siendo de las más buscadas.
La magia de los libros dedicados
Mención especial merece Antonio Gala, eterno triunfador de la feria. Impertinente a veces, divertido siempre, era una institución, ya que en aquellos años quienes no leían iban a que les firmase su nuevo libro, ya fuese Charlas con Troylo, En propia mano, y años más tarde La pasión turca (1993) o Más allá del jardín (1995). Gala, que llegó a dedicar novelas a niños que aún no habían nacido, y que a menudo salvaba el año a editores y libreros, solía decir que la feria era “una ocasión única para mirar a los ojos a los lectores y que se produzca un roce cariñoso entre los dedos de una mano y de otra”. Menos almibarado, otro habitual, Fernando Sánchez Dragó, subrayaba que los autógrafos eran útiles porque así los autores entraban en las casas de sus lectores “como un objeto mágico”, con todo lo que eso podía suponer.
A finales de los 80 junto a Cela, encontraron al fin un público masivo autores como Terenci Moix y Carmen Martín Gaite. El caso de Moix, superventas gracias a No digas que fue un sueño (1986), El sueño de Alejandría (1988) o El peso de la paja (1990), es excepcional porque mientras la salud se lo permitió, jamás faltó a su cita anual y para cada admirador tenía una frase amable y genial. En cuanto a Martín Gaite, recuperada para el gran público por el premio Anagrama de Ensayo gracias a Usos amorosos de la postguerra española (después vendrían Caperucita en Manhattan y Nubosidad variable, entre otras), consideraba la feria su “fiesta del alma”, un acontecimiento para el que se compraba vestidos, estrenaba zapatos o un pin para la boina.
En cambio, Miguel Delibes odiaba acudir a las casetas: se cuenta que una vez un admirador le pidió una firma para él y para su perro. Delibes, molesto, contestó que los perros no saben leer, pero el tipo le dijo que él mismo le leía pasajes de sus obras. ‘Pues fírmeselo usted’, dicen que dijo el escritor.
Esos años también batían marcas clásicos feriantes como Alfonso Ussía, José María Carrascal y Federico Jiménez Losantos, mientras comenzaban a imponerse nuevas voces, como Almudena Grandes, Luis Landero, Juan José Millás, José Luis Sampedro, Maruja Torres, Arturo Pérez-Reverte y Javier Marías.
Encuentros y humillaciones
De Almudena Grandes comenta Eva Orúe, directora de la Feria, que mientras preparaban el homenaje del próximo 10 de junio, buscaron fotos de otras ediciones y vieron que siempre parecía agotada. “Y lo estaba —dice Orúe—, se entregaba a los lectores como nadie porque sabía que una tarde de firmas podía salvar las cuentas del año a un librero. No te imaginas cómo la echan de menos”.
En cuanto a Marías, convertido ya en un clásico, en cierta ocasión escribió que estas citas tienen “algo de humillante y mucho de divertido, al menos para los que consideramos que es conveniente humillarse de tarde en tarde”, porque, aunque es agradable ver a los lectores e intuir por qué se compran los libros, uno “no siempre sabe estar a la altura de las circunstancias”. Algo que no sintió el Nobel José Saramago jamás: en 1992 El Evangelio según Jesucristo se situó entre los más vendidos, y en 2002 su presencia y sus firmas marcaron esa edición.
Los nombres y las anécdotas se acumulan: ¿cómo olvidar a Ana María Matute, renacida para los lectores en 1996 gracias a Olvidado rey Gudú, que contemplaba las colas de lectores con una mezcla de perplejidad y gratitud, y que en 2000 vio como su Aranmanoth desbancaba en ventas a Gala, Pérez-Reverte, Ussía, Mario Vargas Llosa y Milan Kundera? ¿Cómo no mencionar a Espido Freire, que hace años aseguraba que en la feria le había pasado de todo, “desde gente que viene a declararse a gente que viene a pedirme dinero”? Y Carmen Posadas, y Javier Cercas y Carmen Rico Godoy, que marcó una época con Cómo ser mujer y no morir en el intento, y Lorenzo Silva, y Antonio Muñoz Molina, y...
El caso de Pérez-Reverte también mueve al asombro porque fue el “culpable” de que desaparecieran las listas de los más vendidos en la feria: tras años de discusiones porque las cifras nunca coincidían, una tarde de 1997 en la que estaba firmando El capitán Alatriste con su entonces editor, Juan Cruz, vio cómo unos periodistas, regla de albañil en mano, se disponían a medir al milímetro las colas lectoras. En ese mismo momento decidió abandonar “esa competición absurda”, y solo volvió 13 años después, en 2010, cuando la crisis del sector editorial le impulsó a “ayudar en lo posible a los libreros”.
Confesiones en las casetas
El siglo XXI ha visto consolidarse como autores de firmas masivas a Javier Sierra, gracias a novelas como La cena secreta (2004), El maestro del Prado (2013) o La pirámide inmortal (2014). Con la curiosidad de que su fe en sus lectores es tal que es de los pocos que se atreven a acudir a las casetas en días laborables, porque, dice, “la afluencia es más relajada y promete un acercamiento más tranquilo”.
Gracias a estos días, María Dueñas ha descubierto cuántas Siras generó su primera novela, El tiempo entre costuras, ya que a menudo se le acercan parejas que pusieron a sus hijas el nombre de su protagonista. Por su parte, Santiago Posteguillo suele confesar la emoción que siente cuando se encuentra “cara a cara” con sus lectores, aunque su mejor recuerdo de la Feria de Madrid sea que Francisco Ibáñez, el autor de Mortadelo y Filemón, “quisiera comer conmigo un día porque le gustan mucho mis novelas”.
Otros, como Defreds, Marwan y Elvira Sastre, han descubierto además que existe una multitud de jóvenes sedienta de poesía. Sastre, por ejemplo, proclama en sus redes, año tras año, su felicidad y da las gracias “por las colas, los nervios, la paciencia al sol, las palabras bonitas, los regalos, vuestros escritos...”. Escritos, quizás de futuros autores que pueden estar ahora mismo rematando el libro que triunfe, ¿quién sabe?, en la feria de 2023.