Encuentro en Twitter un viejo video en el que el criminal argentino Videla diserta con todo el cinismo posible acerca del estatus del desaparecido: “Es una incógnita; si apareciera, tendría un tratamiento x. Si tuviéramos certeza de su fallecimiento, tendría un tratamiento z. Pero en tanto que desaparecido, no tiene entidad. No está; ni muerto, ni vivo”. Lo escucho y pienso que, a veces, los monstruos nos instruyen. En efecto, la figura del desaparecido, tristemente clave para la historia de Latinoamérica, constituye una pregunta o varias, solo que no las que desearía el asesino. Preguntas sobre la memoria, la muerte, la violencia, el poder.
Trasladadas a latitudes mexicanas, a estas preguntas trata de dar voces El libro de nuestras ausencias, la nueva novela de Eduardo Ruiz Sosa (Culiacán, 1983). El autor entregó en 2014 un libro importante, Anatomía de la memoria, con el que esta guarda bastante relación: misma exigencia literaria, misma relevancia artística y ética en sus logros. Las casi quinientas páginas que nos ofrece en esta ocasión revelan en cada detalle el cuidado que suponen casi quince años de trabajo minucioso, así como la coherencia de las inquietudes de Ruiz Sosa, siempre a vueltas con la crueldad durísima que vertebra la historia de su país.
Con una prosa que deshilacha el párrafo hasta convertirlo en liturgia (y en esto me recuerda levemente a Las tierras arrasadas de Emiliano Monge, otro libro importante sobre México y sus heridas), El libro de nuestras ausencias se construye en torno a dos espacios centrales que dan la medida estilística del texto, su conjunción entre lo escenográfico y lo lingüístico: son un teatro repleto de pequeñas celdas (que en el pasado fue casa del obispo, luego residencia del gobierno, luego prisión donde tenían lugar torturas y asesinatos) y una imprenta familiar a punto de caer en la bancarrota.
Novela ambiciosa, insurrecta... Pocos autores de nuestra generación están dispuestos a cavar tan hondo
El acontecimiento que da origen a la trama es la enfermedad y desaparición de una actriz llamada (o no llamada) Orsina, fascinante en la multiplicidad de sus identidades, añorada y buscada por un abanico de personajes absurdos a los que el autor sabe dar una vida absolutamente verosímil. Uno de los temas de la novela es la tensión entre lo real y lo simbólico que convive en los espacios, las personas, los acontecimientos: así ocurre en los hermanos Teoría y Róldenas, en el Visitador General de la Nueva España José de Gálvez, y en tuertos y brujas y figurantes excéntricos.
He dicho que los monstruos pueden instruirnos acerca de su propia condición monstruosa. Ruiz Sosa los enumera, “Dios el estado el crimen la ficción”, y los escenifica mediante un talento de amplio rango. Como en Anatomía de la memoria, aquí tienen cabida ecos de humor negro expresionista o austríaco, de la novela de dictador, de Lorca… La escritura cuaja en sentencias poéticas (“morirse / dejar de ser quién / convertirse en dónde”) o se desparrama (por ejemplo, la impresionante descripción del nacimiento de Julia Pastrana), las voces se encabalgan…
[México, muriendo de memoria... y de presente]
A decir verdad, todo parece tener cabida (un país, pero también la consistencia íntima de la tragedia humana) en las novelas de Eduardo Ruiz Sosa, ambiciosas e hipnóticas, desbordantes de injertos orgánicos, insurrectas. Pocos escritores de nuestra generación están dispuestos a cavar tan hondo.