El poema inicial de este libro, Los daños, dice: “La realidad se encierra / en su distancia intrínseca”, donde a la idea de clausura de lo real se une la de alejamiento. Una unión que hace saber que lo que la simple mirada ve todavía no ha accedido a lo que permanece encerrado, a que lo que se palpa; todavía no se ha aproximado a lo que está aún en la lejanía.
Hay en esto una de las ideas centrales de la poesía de Lorenzo Oliván (Castro Urdiales, Cantabria, 1988), la de que lo percibido no puede ser lo que hay, no lo es, sino que hay otra realidad: “Buscamos la realidad”. “Realidad”, si se quiere, que sigue ahí a la espera de que la palabra poética la roce, la desvele. De ahí que, como ya sucedía en poemas anteriores, la palabra “raíz” sea una de las recurrentes, que nombra lo que está oculto al tiempo que es lo que sustenta a lo visible.
El poema citado al inicio se titula “Las distancias” y ello advierte de la continuidad con el libro anterior, Para una teoría de las distancias (2018), pero hay que añadir que esa continuidad lo es en la búsqueda de eso que, velado, está por decir. En este nuevo libro cobra presencia significativa lo que el título dice, los daños, las pérdidas, lo que el tiempo va arrebatando, de manera que más que de continuidad se debería hablar de transición, anclaje en lo anterior para incorporar ahora esa conciencia del daño. Daños por las pérdidas familiares –“Hoy no traías flores a tu padre”– que propician la idea de continuidad, una continuidad que prolonga la de los hombres de las cavernas pintando un bisonte “para entrever así la eternidad”.
EL ÚNICO LUGAR
Escucho el cruce de respiraciones,
de roces, de fluidos y de huesos:la síntesis extrema de la tierra,
el agua, el fuego, el aire,
creándose
a la vez que destruyéndose.Me enredo –no sé bien
si para saber más
o no saber ya nada en absoluto–
en el deseo,
el gran bosque de símbolos:el único lugar
donde la luz no puede ser más luz,
y es un fundido en negro.
La mirada de quien habla en estos poemas, su cierto modo de mirar la realidad, da en ver en las cosas la apertura a otra visión. Así, puede afirmar de un monte que “es un monte símbolo”, o decir “el gran bosque de símbolos”, palabras con las que Charles Baudelaire habló de la naturaleza, o que ante un paisaje se abre “la realidad a una abstracción”. Todo está invitando, a quien sabe mirarlo, a lo que está oculto y a la espera de manifestarse. Y esto no sería solo propio de la poesía.
Tras mencionar a Balthus, se lee “Pintar es penetrar el fondo del secreto”. Poesía, arte, música, anhelo de transcendencia, de belleza, que el lector de los libros de Lorenzo Oliván sabe bien y que se expresa no mediante conceptos, sino con imágenes, “las imágenes alzan el poema”, a lo poético.
¿Cómo acceder a ese fondo, a ese secreto? Podrían dar respuesta estos versos: “mirar, asombrado, en la distancia / tu yo desposeyéndose”, es decir, saliendo de uno mismo y “verse / perdido en cada cosa”. Doble gesto de entrega, de dádiva: si las cosas se dan al yo, el yo se da a las cosas. Y en ese darse esta poesía habla de un yo que no es centro de nada, no encerrado en sí mismo, sino entidad que sale de sus límites y en esa extralimitación se reencuentra fuera de él.
Además de libros de poesía, de ensayos sobre poesía, de traducciones de John Keats, de Emily Dickinson –nada irrelevante que sean estos los elegidos–, Oliván ha publicado colecciones de aforismos, esas expresiones que Nietzsche calificó de “fragmentos de eternidad” y no faltan ahora algunas secuencias que se pueden tener por tales: “Lo ajeno es lo más nuestro”, “Nadie que busque bien / puede encontrarse nunca”, “El silencio primero habla callando”, frases para ser leídas, releídas, pensadas como en definitiva lo es toda la escritura de Lorenzo Oliván, siempre profunda, emocionante, brillante.