Muy buenos días. Les pido por favor su atención unos instantes. Lejos de mi intención molestar a nadie. Ustedes ya han vivido esto. Forma parte de su día a día, porque lamentablemente cada vez somos más los que estamos atravesando una situación de mendicidad. Créanme, señores, que yo soy la primera que preferiría estar en otro sitio, y no aquí, en este vagón de metro. Pero aquí estoy. Y ustedes también.

Y ahora yo me veo en la tesitura de contar algo a ustedes, algún tipo de historia o fábula, cuyo propósito último será el de pedir a ustedes una remuneración preferentemente económica, lo que viene siendo una limosna, limosna que servidora pretende intercambiar por bienes y servicios indispensables.

Pero nunca, repito, nunca, se intercambiará el susodicho dinero o limosna por droga, lo que hago explícito aquí, al principio de esta alocución mía, para los que andan diciendo que si la Sagrario se droga que si la Sagrario anda por los polígonos. NO ES CIERTO. Esa vida quedó atrás, y lo que sobrevive ahora es lo que ven ustedes: la pura existencia resplandeciente, la piscina infinita del presente. En esa piscina nado, esa es ahora mi droga, señores.



En aquel tiempo, comienza la fábula, los días eran largos y no se veía un futuro manifiesto, cuando un día entré, quién sabe si por casualidad o si movida por ese calor interior que se ha venido en llamar inspiración, en la estación de Mediodía, llamada a posteriori de Atocha. Iba yo con la intención de pedir, que no de robar, porque robar no he robado nunca, y no se me dio mal la mañana porque algo saqué.

Dicha estación acababa de ser reformada por un buen amigo mío, Rafael Moneo, que después dejó de hablarme a resultas de expresar yo un juicio negativo sobre su trabajo. Así de frágil es el ego de los arquitectos de fama y fortuna, señores. La reforma incluía un inmenso jardín tropical, con palmeras cubanas y palmeras washingtonianas y heloconias y aves del paraíso.

Me encontraba yo sentada en dicho jardín cuando me di cuenta de que algo se movía a mi lado: era una tortuga. Había trepado hasta donde yo me encontraba y me miraba con ojos enfermos, estirando su cuello y pidiendo comida. Su situación se me antojó no muy diferente de la mía, y enseguida le cogí cariño a ese anfibio tristón y de caparazón blando, de nombre latino apalone spinifera.



He de decir ahora, en aras de la correcta progresión del relato y por tanto, de su hipotético valor pecunario, que aunque ustedes me ven así ahora, arrastrando este cuerpo maltrecho de vagón en vagón del metro, en una existencia anterior yo fui un importante biólogo británico del siglo XIX, de nombre Alfred Russel Wallace. Yo fui en otra vida naturalista, explorador, geógrafo, antropólogo y biólogo, y formulé la

teoría de la evolución a través de la selección natural de manera independiente a la de mi rival, ese que acaparó laureles, Charles Darwin.

Fue probablemente por eso que me di cuenta de que allí, en el estanque de Atocha, había tortugas de Florida, plecostomus, peces de colores y especies invasoras como galápagos americanos, trachemys scripta, y de que allí había un problema incipiente de canibalismo, vi, en definitiva, a través de mi cuerpo pero con el entendimiento de mi reencarnación anterior, que aquello era un holocausto tortuguil.



La que se me había acercado era pequeña, del tamaño de un donut, de color marrón, verde y amarillo. Al momento sentí empatía por la criatura, la llamé Lourditas como mi difunta hermana, y decidí salvarla. La metí en una bolsa de plástico del Eroski y le di unos Cheetos naranjas y fosforitos que habían sido la parte más sustanciosa de mi almuerzo. Los devoró muy ufana.

Salimos de allí y vivimos unos meses de romance, Lourditas y yo. Quiero decir que fuimos lo que se dice felices. Yo le hablaba de mis desventuras y al tiempo ella empezó a hablarme también, lo que no me extrañó nada porque a pesar de mis años en el aquelarre de la droga, o precisamente por ello, soy muy consciente de que en la vida hay lugar para la magia, hay lugar para la maravilla. Lourditas venía de islas Galápagos, donde tenía primos, familia.

Yo os digo lo que pasó: cogieron a las tortugas y las envenenaron con matarratas que yo lo vi o me lo contaron

Como yo, había sufrido la incomprensión de sus semejantes. Puedo decir que encontré en ella una compañera como nunca había tenido. Nos hicimos un pequeño hogar, sencillo pero acogedor, debajo del viaducto de la calle Segovia. Así pasaron los meses, hasta que un día que yo la notaba nostálgica, deprimida incluso, me confesó que echaba de menos vivir en un ambiente más propio a su condición de anfibio.

Con gran pesar la llevé al estanque del Retiro y allí la solté. Fue una despedida emotiva. Hubo lágrimas, no me avergüenza decirlo. Después yo la echaba mucho de menos, y pensé que estaría muy sola allí en el estanque, así que me dio la idea de volver a Atocha a buscarle una compañera, porque la soledad es lo peor que hay y yo a esa vieja bruja la conozco muy bien y no quería que Lourditas pasara por lo mismo.

Pero cuando llegué a Atocha los de Seguridad ya me habían cogido la matrícula y querían llamar al Samur Social y yo les dije que con el Samur Social nanay porque me llevan siempre al Centro de Acogida y yo al Centro de Acogida no quiero ir por mis razones que me las guardo para mí y por mantener lo que me queda de mi libertad humana, hominis libertas. Así que me escapé, pero ya no volví más a Atocha y no le pude encontrar a Lourditas una compañera. Esto me atormenta.

Tiempo después, oí que se habían llevado a todas las tortugas de Atocha al Centro de Fauna José Peña de Navas del Rey. Bueno. Eso no se lo cree nadie. No creo que exista el susodicho centro ni probablemente ese caballero José Peña al que no tengo el placer de conocer, ni tampoco la propia localidad de Navas del Rey.

Yo os digo lo que pasó: cogieron a las tortugas y las envenenaron con matarratas que yo lo vi o me lo contaron y les sacaron la carne y con ella hicieron los sucedáneos de pollo de nombre McNuggets, que hay un negocio inabarcable con eso y justo justo empezaron a comercializarse en aquellos días de la desaparición de las tortugas, mira tú qué casualidad.

Pero a mí me gusta pensar que a todas todas las tortugas no las mataron porque yo salvé a una, yo salvé a Lourditas que estará sola y triste y desamparada, como estoy yo, pero viva, como estoy yo, y en las noches más duras, las noches en las que me han quitado el sitio en el cajero Bankinter de la calle Preciados, y me toca quedarme en la calle y aprieta el viento de la sierra, solo este pensamiento me consuela. Solo con este pensamiento encuentro la paz beatífica del sueño.



Ahora yo tengo por costumbre pasar la riñonera y pedir dinero, pero esta vez no lo voy a hacer. No, porque noto que no están atendiendo. Será que tienen otras cosas en qué pensar, como sus plazos de hipoteca, sus dolores de vientre, sus amores no correspondidos. Bien. Piensen en ellos, piensen en todo ello. Yo pensaré en mi existencia anterior como brillante naturalista, y pensaré en mi existencia futura, que podría perfectamente ser en forma de tortuga.

También la de ustedes. La existencia futura de ustedes, digo, podría perfectamente ser en forma de tortuga. Así se lo deseo y, con este cartón de vino blanco que guardaba para una ocasión especial, brindo por ello.

Pablo Remón (Madrid, 1977) es guionista, dramaturgo, director de cine y de teatro. Su última obra es Los farsantes. Ha escrito y dirigido también El tratamiento (2018), Los Mariachis (2018) y Doña Rosita, anotada (2019). Este año ganó además un Goya por la adaptación de Intemperie, la novela de Jesús Carrasco. Acaba de publicar Abducciones (La Uña Rota).