El cariz autobiográfico en los libros de William S. Borroughs (Misuri, 1914 – Kansas, 1997) es una de las principales divisas de su trayectoria, y sin embargo la obra de su autoría que mejor explica su vida no es precisamente literaria. Unas bolsas de pintura pegadas a unas planchas de contrachapado fueron todo lo que necesitó para elaborar Cañonera. El efecto artístico se generaba tras descerrajar un tiro con una escopeta sobre las bolsas, provocando que las manchas de pintura quedaran dispuestas desigualmente sobre las planchas, repletas de agujeros tras el disparo. Aquella miscelánea desordenada de colores, con la violencia de fondo y el uso de las armas como argumento principal, nos ofrece una estampa más que fidedigna de lo que significó su paso por el mundo.
Su idea fue enviar aquella extravagancia cuando desde la Academia e Instituto de las Artes y las Letras Estadounidenses le solicitaron una muestra de su obra. Era 1983 y, gracias a la mediación de Allen Ginsberg, principal exponente del movimiento beat junto a Jack Kerouac y el propio Burroughs, acababa de ser nombrado como miembro de la institución. Pero esto fue después, mucho después de su compleja infancia en San Luis, una ciudad del estado de Misuri, en el seno de una familia acomodada.
Su abuelo había sido el inventor de un exitoso modelo de calculadora que adoptó una gran parte de la industria estadounidense hacia finales del siglo XIX, aunque el ocaso de su vida estuvo marcado por el alcohol, un hábito que trascendió hasta su nieto décadas después. Su tío fue el otro gran triunfador de la familia por sus negocios con Rockefeller y como asesor de Hitler en materia propagandística. Burroughs renegaría de aquella filosofía familiar marcada por la ambición —en la línea del pensamiento estadounidense de entreguerras— tan pronto como descubrió su homosexualidad.
Bajo un contexto social castrante, Burroughs se masturbaba a hurtadillas en los baños del Rancho Escuela Los Álamos, una institución educativa destinada a formar ciudadanos “ejemplares” que asumieran el orden social y económico capitalista. Sus inclinaciones sexuales fueron descubiertas por su niñera, protagonista de un episodio de abusos que tendría un impacto decisivo en su vida, aunque nunca logró desentrañar qué ocurrió exactamente, ni siquiera delante de los psiquiatras a los que acudió.
La Universidad de Harvard, donde se graduaría en Literatura Inglesa, no fue precisamente el final de sus problemas de adaptación. Frustrado por tener que esconder su verdadera sexualidad, todavía en aquellos años estaba convencido de que los niños nacían por el ombligo. No llegó a pertenecer a ningún club —siempre consideró que los amiguismos académicos eran hipócritas, además de tediosos—, pero asistió a algunas conferencias reveladoras como la de T. S. Eliot. No era demasiado admirador de sus poemas, pero al menos no le reportaba tanto rechazo personal como W. H. Auden, al que tuvo la oportunidad de conocer personalmente.
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Desde luego, supo que su literatura no seguiría esa estela, por más que en aquel momento estaba absolutamente dominado por una inseguridad que no le permitía expresarse como escritor. El caótico devenir de su vida fue ajustándose a la horma de una producción literaria que aún no había empezado. En su último año de carrera, reunió unos ahorros para costear los servicios de un chapero, en lo que supuso su primera experiencia sexual con hombres, mientras que el regalo de su familia por el fin de graduación consistió en un viaje por Europa.
El interés de Burroughs no solo radica en su carácter excéntrico, los pasajes escatológicos de sus novelas o que asesinara a su mujer con un revólver. Sucede que, además, se sorprendió inmerso en los momentos más excitantes del siglo XX. Al borde de estallar la Segunda Guerra Mundial, fue testigo de la eclosión del nazismo en Viena, ciudad a la que volvería para casarse con una mujer judía que necesitaba un visado para escapar. Las bombas de Hiroshima y Nagasaki pocos años después afectaron profundamente al escritor en ciernes, pero no serían las explosiones más desgarradoras de su vida.
Frustrado por tener que esconder su verdadera sexualidad, todavía en los años de universidad estaba convencido de que los niños nacían por el ombligo
Cuando comenzó la guerra, la revista Esquire rechazó El último resplandor del crepúsculo, una obra de teatro fundacional que consigna los rasgos estilístos que desarrollaría a lo largo de su obra posterior: surrealismo, humor negro y caricatura. Decepcionado, huye a Nueva York y se enamora de Jack Anderson, que se prostituía tanto con mujeres como con hombres y acabaría arrastrando a Burroughs a una relación tóxica. Por amor, supuestamente, se amputó una falange, hecho por el cual le diagnosticaron esquizofrenia paranoide.
Este suceso inauguró una espiral de marginación, alcohol y drogas de la que no saldría hasta los momentos finales de su vida. Tras un periplo en la casa de sus padres y un intento fallido de alistarse en la Marina estadounidense, se introdujo en los bajos fondos de Chicago junto a Lucien Carr y David Kammerer, unos antiguos amigos de San Luis. A través del primero conoció a Allen Ginsberg y a Jack Kerouac. Acababa de terminar la contienda más grande de la historia de la Humanidad y, sin que ninguno de los protagonistas lo supiera, también estaba arrancando uno de los movimientos más importantes la literatura del siglo XX: la generación beat.
Kerouac mantenía una relación con Edie, que a su vez era amiga de Joan, emparejada entonces con un estudiante de Derecho. Fascinada por el ingenio y la personalidad de Burroughs, que ya guardaba una pistola en su cuarto, Joan se enamoró del escritor que aún no había publicado una sola obra. Tuvieron un hijo y se acabaron casando, tras unos años en los que todos los nombres mencionados vivieron juntos y pasaron los momentos más apasionantes de su vida entre alcohol, heroína, delincuencia y literatura. Era el precedente de las comunas hippies. Con la referencia espiritual de poetas franceses como Arthur Rimbaud o Charles Baudelaire, había nacido la contracultura, motivada por la subversión hacia el modelo social imperante basado en el estatus social y el dinero. En lo artístico, solo había un objetivo: transgredir.
En 1952, Kerouac había publicado su primera novela, La ciudad y el campo, pero no encontraba editor para la segunda, En el camino. En aquel momento también trataba de publicar una obra basada en el asesinato de Kammerer a manos de Lucien Carr. El insólito acontecimiento, por el que fue también detenido Borroughs, que lo sabía y no lo denunció, les empujó a escribir en 1945 Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques. No trascendió tampoco, pero sería la última tentativa literaria no resuelta por Burroughs.
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Atracó a borrachos en el metro, plantó marihuana y menudeó con distintas sustancias, pero no fue detenido por segunda vez hasta que lo cazaron en una trama fraudulenta que consistía en hacerse con narcóticos de los hospitales a través de distintos métodos criminales. Una de las veces asaltó una boutique con un compañero de fatigas y se llevó un vestido para la esposa de un médico, a cambio de que le consiguiera recetas de morfina. En otra ocasión fue detenido en Texas por conducir ebrio.
En enero de 1948 ingresó motu proprio en un centro de desintoxicación y un año después viajó junto a Kerouac, Helen Hinkle y otros amigos desde Nueva York a Nueva Orleans, un viaje registrado en la novela En el camino. En su nuevo destino lo detuvieron de nuevo por posesión de drogas. Un soborno de su abogado resolvió el entuerto, pero para entonces Burroughs ya estaba harto de Estados Unidos. Así fue como se instaló con Joan en Ciudad de México, una estancia que se prolongaría durante veinticuatro años.
Por amor, supuestamente, se amputó una falange, hecho por el cual le diagnosticaron esquizofrenia paranoide
Al principio, le agradaba la ciudad, el carácter de la gente. El problema fue que no era fácil encontrar los inhaladores de la bencedrina que consumía Joan. Él, entonces, seguía inyectándose heroína. Lo dejó, pero empezó a beber como un cosaco. Su esposa, harta de la situación, había enfermado y le ofreció alguna vez la posibilidad de divorciarse, pero un accidente impediría saber qué habría ocurrido con aquella pareja.
Burroughs quería deshacerse de su pistola, una automática 380, por lo que acudió a una cita con un comprador en casa de su amigo Heleay. Lo acompañó Joan, habían bebido y Burroughs propuso un juego macabro. “Supongo que ha llegado el momento de nuestro número a lo Guillermo Tell”, diría el escritor, y su esposa accedió colocando sobre su cabeza el vaso de tubo del que bebía en ese momento. Salió bajo el tiro de Burroughs, que impactó en la sien de Joan. Los servicios médicos de urgencia solo pudieron certificar su muerte. Ninguno de los testigos aseguró que el asesinato fuera a propósito. Ni siquiera el autor del crimen llegó a estar un año en prisión, pero la sensación de culpa no se apartaría de él jamás.
Burroughs atribuyó el suceso y sus consecuencias a un espíritu maligno que lo acompañaría el resto de su vida. En todo caso, fue después de la muerte de Joan cuando el asesino se convirtió, por fin, en escritor. Aquel hecho “desbloqueó la vocación literaria de Burroughs”, asegura el periodista Ted Morgan en la biografía que el propio autor le pidió que emprendiera. “Gracias a Joan, pudo seguir una carrera como escritor”, añade Morgan en Forajido literario.
Sería Ginsberg quien intermediara en la publicación de Yonqui, su primera novela, que no era más que un fresco autobiográfico de sus adicciones. En el prólogo de Queer, donde trata abiertamente su homosexualidad incluyendo escenas sexuales explícitas, explica cómo las circunstancias trágicas que rodearon la muerte de su esposa lo marcaron para siempre. Era su segunda novela, aunque fue censurada por obscena y no se publicó hasta 1985. La ayahuasca, sustancia que lo tenía obsesionado desde un viaje por América Latina con un antiguo amante, sirvió para un libro a cuatro manos con Gingsberg, Las cartas de la ayahuasca, pero su obra maestra estaba por llegar.
El almuerzo desnudo apareció en 1959 en París, pero fue escrita durante su estancia en Tánger desde 1954 hasta 1958. El sexo y la droga se habían afianzado como ejes temáticos, pero esta vez la novela supuso una revolución formal. Burroughs desafiaba las convenciones narrativas con una estructura en viñetas que invitaba al lector a leer en el orden que se le antojase. Es cierto que los pasajes dedicados a la perversión sexual motivaron el secuestro de la obra en Estados Unidos, pero la sentencia del tribunal acabó prácticamente con la censura literaria en el país.
El desafío experimental de Burroughs no acabaría aquí. Desarrolló la técnica de cut-up, similar al collage, que consistía en realizar producciones propias a partir de recortes. Gingsberg y Gregory Corso, de los beat, la rechazan, pero el autor no solo la empleó como método de escritura. En efecto, la literatura no fue la única disciplina a la que se entregó Burroughs. Colaboró con Timothy Leary en sus estudios de la psilocibina, fue uno de los primeros investigadores serios de la cienciología y desarrolló técnicas multimedia de vanguardia. Artistas como J. G. Ballard o David Cronenberg se alimentaron de sus aportaciones.
Entre 1974 y 1981 se convierte en una celebridad como “maestro de la contracultura” gracias a las lecturas, conferencias y otros actos públicos que le consigue James Grauerholz, que se convierte en su secretario. Mantiene encuentros con estrellas del rock como Lou Reed, Frank Zappa, Patti Smith o David Bowie, influenciados por su obra, y las bandas de rock se ponen nombres extraídos de sus libros.
En 1987 deja la escritura y comienza a experimentar con las “Pinturas descarga”, con obras como Cañonera, mencionada al inicio. Sin duda, su arte estuvo determinado por lo azaroso y lo intuitivo, pero él siempre tuvo algo claro: “me veo obligado a aceptar la espantosa conclusión de que jamás me habría hecho escritor de no ser por la muerte de Joan y a asimilar hasta qué punto mi escritura ha quedado motivada y formulada por dicho acontecimiento”, habría dicho.
Sea como fuere, su obra está ligada a su vida de forma indivisible. Por lo mismo, la dimensión ética de su figura, siempre en entredicho, no debería medirse con el mismo criterio que su obra. Su irreverencia en aquel contexto es lo suficientemente relevante como para que hoy se reconozca su legado, pues valores como la trasgresión siguen vigentes en la comunidad artística por personalidades tan disruptivas como la de William S. Burroughs.