Un día regresas sola a tu portal o sales a hacer deporte, y la vida que conocías, parafraseando a Joan Didion, se termina. En su última novela, Vista Chinesa (Asteroide), Tatiana Salem Levy se basa en una historia real para relatar la violación de una íntima amiga, una joven arquitecta que una tarde sale a correr por un parque de la Tijuca, en las afueras de Río de Janeiro, poco antes de una importante reunión de negocios, cuando un hombre armado con una pistola la arrastra hasta un bosque.
Después, escribe en primera persona, "se habían acabado muchas cosas, mi cuerpo, mi trabajo, mi noviazgo, mis dudas, mis preguntas, mi vida se había acabado. Se acabó. Era lo único que alcanzaba a decir".
Con una tasa de una violación cada diez minutos en Brasil, esta novela se convirtió pronto en una de las más leídas y de las más aclamadas en el país latinoamericano. Se trataba, en parte, de un relato necesario. Salem Levy le ponía palabras al dolor y al trauma, indagaba en el lenguaje y su estructura para escribir y darle forma a las historias que no nos habíamos contado apenas y que, poco a poco, han ido copando el interés de la literatura en los últimos meses con las obras de otras autoras como Belén López Peiró, Lidia Caro o la veterana Joyce Carol Oates.
Más personal es el caso de Belén López Peiró. La escritora argentina tenía 22 años cuando decidió denunciar a su tío por los abusos que había sufrido durante su adolescencia. Cuatro años después escribió Por qué volvías cada verano (Las afueras), un relato polifónico donde rememoraba abiertamente aquel periodo de su existencia: "La habitación sigue a oscuras pero más noche hay en mi pecho –narraba–. Es que cuando está dentro mío duele, la piel se resquebraja por la fuerza de sus dedos. Pero cuando se aleja y me deja como un cuerpo usado, como una concha estirada y penetrada, el dolor es peor. Porque se va pero sé que va a volver".
López Peiró recuerda con rabia –"acostúmbrate, porque todavía queda para rato. Que por qué volvías, que por qué no hablaste, que por qué dejaste que te cogieran"–, pero sus voces alcanzan un lirismo que sobrecoge.
Aquel primer libro que surgió más como un ejercicio literario, una especie de catarsis –"¿qué hice? Tengo miedo. ¿Para qué escribir esto? Una parte de mí siente alivio. Mis hombros se distienden. Quiero seguir escribiendo"–, dio paso a Donde no hago pie, publicado por Lumen este mismo año, donde la escritora se despoja del murmullo de las voces de su primer libro –y del entorno cómplice de quienes callan– y se enfrenta, ya en primera persona, a todo el proceso judicial en el que aún, ocho años después, sigue inmersa sin sentencia, en un ejercicio que le hace replantearse exactamente el significado de la reparación.
¿Qué se supone que es?, se cuestiona. "¿Olvidar? ¿Soltar? ¿Dejar atrás? ¿Se puede reparar un cuerpo como se repara una taza rota?".
Todas ellas investigan en los límites del lenguaje para encontrarse, para salir del cerco, para no quedarse retenidas en lo que implica pronunciar ciertas sílabas
Donde no hago pie es, además, una novela que reflexiona sobre el largo proceso legal y cómo este entramado afecta a las víctimas. Para su escritura, cuenta ella misma entre estas páginas, indagó en los supuestos más mediáticos que conocía, el caso de O. J. Simpson o la historia de Jean-Claude Romand, que Emmanuel Carrère narró en El adversario. "No encontré un juicio donde la víctima estuviera viva –se justifica–. ¿Cómo será estar ahí, siendo mirada, juzgada por doce personas que no me conocen? ¿Quién escribe mi historia?".
¿Quién? Por ejemplo, además de ella misma, Joyce Carol Oates. La escritora estadounidense ya se enfrentó a las consecuencias de una agresión sexual, aunque desde la ficción, en 2013 con su libro Violación, que ahora reedita en España la editorial Contraseña. Una historia que nos es tristemente cercana sobre las consecuencias de una violación grupal en Nueva York a una madre que, junto a su hija, decide atravesar el parque de Rocky Point –"tomar esa decisión, una fracción de segundo en toda una vida, y la vida ha cambiado para siempre", escribe– y cómo un hecho tan obvio acaba volviéndose en contra de la propia víctima –"que por qué volvías"–.
Cuando las palabras no alcanzan
Creer que el abuso termina cuando termina la violencia, dice López Peiró, es negar también lo que viene después. Y eso que llega son las pesadillas, los recuerdos, las palabras desordenadas, los olores y los nombres impronunciables. Es lo que la escritora Lidia Caro ha bautizado tan acertadamente como al título de su primera novela, Los años que no (Barrett), donde, a modo de autoficción, relata el trauma de la violación de una joven que tras ser agredida al entrar en el portal de su casa en un céntrico barrio de Madrid decide viajar a Estados Unidos para refugiarse en otro país y otro idioma.
"Esos fueron los años que no, que no era persona. Tenía dentro un alien de tristeza y soledad, pero lo emparedaba con viajes y adrenalina. El dolor, napado por capas de madreperla iridiscente. Son los años que no y no los años que sí porque durante más de treinta meses yo no era persona. Estaba en sitios y hacía cosas (…). Pero aquello tan cinematográfico era una vida provisional, de huida hacia adelante. Yo no era yo, era nada", comparte en su debut literario.
"Se llama Los años que no porque es más fácil escribir un título que abordar la depresión de frente”, confiesa la propia Caro en las páginas de esta novela que envuelven de literatura un hecho tan atroz. Y describe en otro momento: "Esa noche fue añil y ceniza. Yo era blanco, blanco roto. Había una bruma que me empañaba las córneas. Veía al personal del SAMUR como manchas fluorescentes, como cuando buceas con los ojos abiertos y no hay definición ni líneas. Un hombre me curó las heridas, otro susurraba por teléfono, pero no le hacía falta porque yo lo único que oía era un zumbido metálico".
Se acabó el silencio
Los sonidos, los olores, las palabras y su peso, otra vez. Todas ellas investigan en los límites del lenguaje para encontrarse, para salir del cerco, para no quedarse retenidas en lo que implica pronunciar ciertas sílabas. "Llamarlas víctimas es volver a agacharlas otra vez. Y otra vez. Es convencerlas de que les cagaron la vida, de que su historia empieza y termina ahí, con el tipo adentro", escribe López Peiró. Algo que la propia Caro ratifica casi de idéntica manera: "A mí ya me han reducido muchas veces a una categoría: víctima. Quiero ser inalienable, una existencia frondosa que deslumbra".
Las palabras y sus cargas, que se hacen pequeñas ante una realidad tan pocas veces narrada. "Eso es lo que oiréis decir a alguien, en una charla distraída, una copa de más, una conversación más íntima, o incluso a mí, mamá fue violada, ¿lo sabíais? -tercia el personaje de Salem Levy que a modo de carta a sus hijos nos narra su propia experiencia–. Y aun así, falta algo. Falta darle a esa palabra los significados que tuvo para mí en ese instante y en todos los que siguieron".
Porque también todas ellas tienen algo en común, e investigan con las manos los recovecos de sus cuerpos y con el paladar la palabra exacta, la literatura hecha catarsis. No en vano, escribe Caro, "fecho el principio del fin de lo terrible ese día, cuando le conté por escrito a toda la ciudad lo que me había pasado y parte del municipio estaba con la serotonina por los suelos".
En esto, tampoco están solas. "Desde la publicación del libro, me levanto cada día con el mensaje de una mujer –cuenta López Peiró en Donde no hago pie–. Todas ellas tienen algo en común: quieren contar su historia". Tal vez, después de todo, al menos una pequeña victoria, se acabó el tiempo del silencio.