Como un hacedor de historias, el cerebro humano filtra nuestra realidad, la procesa, nos la cuenta y nos la devuelve. A su modo. Es por eso que ninguna realidad se parece a otra. En otras palabras, somos las historias que nos contamos a nosotros mismos y es precisamente nuestra capacidad de narrar historias lo que nos hace humanos. Cuenta Will Storr en La ciencia de contar historias que, según varias investigaciones recientes, el origen del lenguaje se encuentra en la necesidad de intercambiar información sobre los otros. Para ello, habría que remontarse a las tribus de la Edad de Piedra que “recurrían a la forma más antigua e incendiaria de contar cuentos: los cotilleos”. Aquella, explica, era la manera que tenían las tribus de controlar al grupo y, así, asegurar su supervivencia.
Pero es que, además, somos curiosos. Desde que somos pequeños queremos saber más. Solo entre los 2 y los 5 años de vida, un niño llega a plantearse unas 40.000 preguntas. De hecho, argumenta Storr, la psicóloga Susan Engel “ha estudiado como la propensión al cotilleo emerge a edades tan tempranas como los 4 años, desde que los niños empiezan a recibir información sobre la historia de sus familias en las conversaciones cotidianas de sus padres”.
Periodista y novelista, en este ensayo publicado por Capitán Swing con traducción de Olga Abasolo, el experto también disecciona con perspectiva social, psicológica y científica nuestra necesidad biológica y cultural de narrarnos relatos. “La sorprendente conclusión a la que finalmente llegamos, tras un largo recorrido por nuestra evolución, es que toda historia es un cotilleo”, afirma.
Con ejemplos que van desde la cultura popular y las series de televisión a la literatura más clásica, este ensayo sobre la ciencia de narrar se puede tomar como un manual de escritura, una exploración científica o el estudio de los mecanismos del cerebro para interpretar la realidad. “Es imposible comprender la condición humana sin la narración de historias –escribe el británico–.
Hay narraciones de historias en todas partes: en las páginas de nuestros periódicos, en nuestros tribunales de justicia, en nuestros espacios deportivos, en los órganos de debate de nuestros gobernantes, en los patios de nuestros colegios, en nuestros juegos de ordenador, en las letras de nuestras canciones, en nuestros pensamientos más íntimos y en nuestras conversaciones con los demás; en aquello que soñamos dormidos o despiertos. Están por todas partes. Somos esas narraciones”.
Un mundo de palabras y metáforas
Un cuento que empieza con un cambio. Todas las historias, mantiene Storr, se reducen a decir que “algo ha cambiado”. A partir de esa premisa, se produce el relato. Entre otras cosas, analiza, porque “el cerebro siente una fascinación infinita por los cambios”. En la primera parte del libro, en la que explora cómo los narradores y los cerebros recrean los diferentes mundos posibles, Storr alude también a la importancia del lenguaje y las palabras y nos da algunas pistas para componer nuestros textos.
Así, según el neurocientífico Benjamin Bergen, “empezamos a elaborar modelos a partir de las palabras desde el momento mismo en que las leemos –apunta–. No esperamos a terminar la frase. Por eso es importante el orden en el que los autores colocan las palabras”. También, añade, hay que prestar atención a los detalles, describir los objetos con al menos tres cualidades específicas para reproducirlo en el cerebro como algo real y mostrar más que contar. Como C. S. Lewis le recomendaba a un joven escritor en 1956: “No nos cuentes lo ‘terrible’ que fue el hecho, descríbelo para que sintamos el terror”.
[El sonido de la eternidad según C. S. Lewis]
Tampoco se olvida Storr de algunos recursos como la metáfora y el símil, para lo que aporta un par de datos interesantes. “Los análisis del lenguaje nos enseñan que somos capaces de utilizar alrededor de una metáfora cada diez segundos en nuestro discurso oral o escrito”, argumenta.
En este sentido, recuerda, “los neurocientíficos están demostrando que la metáfora es mucho más importante para la cognición humana de lo que nunca se había imaginado. Para muchos de ellos, constituye el principal mecanismo mediante el cual los cerebros son capaces de comprender determinados conceptos abstractos como el amor, la alegría, la sociedad y la economía”.
El misterio de la conducta humana
No obstante, es la complejidad del comportamiento humano lo que, en su mayoría, acaba despertando nuestro mayor interés. Es por eso que la literatura suele ahondar en la profundidad de nuestras personalidades. “Las buenas historias exploran la condición humana –reflexiona el escritor–; son viajes excitantes a las mentes de los extraños. No tienen tanto que ver con los acontecimientos en sí, y que constituyen la superficie del drama, como con los personajes que lidian con ellos”.
Bajo este punto de vista, el hecho de que podamos imaginar los pensamientos o sentimientos de otras personas es una capacidad del ser humano esencial para narrar historias. “Desarrollamos esta habilidad hacia los 4 años, y gracias a ella estamos listos para la narración”, explica.
Sin embargo, añade, “algunos investigadores sugieren que las personas somos capaces de interpretar los pensamientos y sentimientos de otras personas desconocidas con tan solo un 20 por ciento de precisión. ¿Y entre amigos y amantes? Pues tan solo un 35 por ciento. Los errores que cometemos a la hora de interpretar lo que piensan los demás son la causa principal de los dramas humanos”. Esto es interesante porque, como señala, las obras de William Shakespeare, por ejemplo, y de gran parte de la literatura tienden a construirse a partir de estos errores.
Sobre el dramaturgo, precisamente, sostiene Storr que fue él el responsable de cambiar “para siempre el arte de la narración”. Y es que, “nadie sabe con exactitud cómo llegó a esa idea, pero lo cierto es que Shakespeare rompió las reglas sobre la forma en que se había venido abordando la cuestión dramática hasta entonces”.
[Shakespeare versus Siglo de Oro]
Hasta entonces las historias en las que los autores basaban sus obras de teatro explicaban abiertamente las causas que motivaban a un personaje a actuar como actuaba. “Pero mientras estaba trabajando en Hamlet, Shakespeare decidió ingeniosamente eliminar esas explicaciones tan prolijas y reconfortantes. En anteriores versiones de la obra, la ‘locura’ de Hamlet aparecía como un elemento tácito, como una farsa, un ardid para ganar tiempo y fomentar la apariencia de que era inofensivo. En la versión de Shakespeare, sin embargo, su locura suicida es real”.
Con todo, “la terrible y fascinante verdad sobre la condición humana –advierte el autor– es que ninguno de nosotros tenemos realmente la respuesta a la cuestión dramática que nos atañe. No sabemos por qué hacemos lo que hacemos ni por qué nos sentimos como nos sentimos. Cuando teorizamos sobre las razones por las que estamos deprimidos, fabulamos”. Es el cerebro, explica, encerrado en su “bóveda escura y silenciosa”, el que “se dedica a atar todos los cabos para que los acontecimientos externos configuren un cuento coherente sobre nosotros mismos”.
Equilibrar drama y subconsciente
Ahora bien, cómo la realidad que nos rodea, el mundo exterior, cambia y eso repercute en nuestro subconsciente es uno de los principales motores de nuestras narraciones. Storr desarrolla a un ser humano complejo, que encierra muchos modelos de comportamiento distintos, muchos yoes diferentes, impredecible y defectuoso. “A medida que avanzan las tramas de nuestras vidas –sostiene–, nos enfrentamos a versiones indisciplinadas, impredecibles y poco constructivas de nuestro yo. Luchamos también por controlar los poderosos impulsos que anidan en nuestro interior. Son los productos de la evolución humana”.
Y es por esto que disfrutamos con una película o con la lectura una novela. “Las emociones que experimentamos bajo el influjo de una narración no son accidentales. Los humanos hemos evolucionado para reaccionar de determinadas maneras ante las historias de héroes y villanos porque de eso ha dependido nuestra supervivencia. Especialmente cuando vivíamos en tribus cazadoras y recolectoras”. Bajo esta condición, continúa, “nuestros cerebros cuentacuentos están programados para valorar las conductas favorables a la sociedad, estamos diseñados para que nos encante que quienes tienen conductas antisociales reciban un merecido castigo”.
Así pues, concluye, “descubrir quiénes somos y en quién debemos convertirnos significa aceptar el reto que nos ofrece la narrativa. ¿Somos lo suficientemente valientes como para cambiar? Esta es la pregunta que cualquier trama –y también cualquier vida– nos plantea a cada uno de nosotros”.