En plena belleza agreste de Colorado Springs, Don Galvin, un oficial de la Academia de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos, y su esposa Mimi, una chispeante mujer de buena familia de Texas, criaban a su prole, formada por 12 –sí, 12– hijos. Una agrupación ciudadana nombró a Don Padre del Año en 1965, y en apariencia, los Galvin encarnaban el optimismo estadounidense. Pero Donald, el hijo mayor, sabía que algo iba mal. “Lo sabía desde hacía tiempo”, anuncia Robert Kolker (Maryland, 1965) hacia el principio de su fascinante y sobrecogedor nuevo libro, Los chicos de Hidden Valley Road.
En una ocasión, Donald, sin explicación alguna, saltó dentro de una hoguera. Y, al parecer, en otra mató a un gato “lenta y dolorosamente”. Había empezado el descenso a la locura. Después, uno por uno, en un desfile horripilante, cinco de sus hermanos lo siguieron.
Los chicos de Hidden Valley Road narra la aterradora historia de una familia engullida por la esquizofrenia, una enfermedad que nadie entendía, ni los médicos, ni los investigadores, ni, por supuesto, los Galvin.
Kolker reconstruye cuidadosamente la historia de la caída de la familia en el caos mientras los muchachos luchaban con sus demonios y entre sí en arrebatos de furia violenta, cada uno más extremo que el anterior. Los padres, avergonzados y desbordados, intentaban lidiar con ello, mientras que el resto de la prole buscaba una salida y se preguntaba si sería el siguiente en caer.
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Seis hijos con esquizofrenia: la maldición de la familia Galvin es digna de una tragedia griega. Kolker cuenta su historia con compasión, adentrándose en los delirios y las hospitalizaciones de cada hermano mientras relata la búsqueda cada vez más desesperada de ayuda por parte de la familia.
Pero Los chicos de Hidden Valley Road es algo más que un relato de desesperación, y algunos de sus capítulos más absorbentes pertenecen a su otra mitad, la del misterio médico. ¿Qué pistas podría ofrecer la desgracia de los Galvin a los médicos y científicos que intentan entender las raíces de esta indescifrable enfermedad?
Algunos expertos abogaban por la terapia de choque, otros pedían que se internara a los afectados; ciertos psicoterapeutas veían en la locura una metáfora, y otros prescribían la catatonia con tranquilizantes. Quizá lo más inquietante de todo sea que una generación de psicoterapeutas culpó a la madre de causar la enfermedad por exceso o por defecto de atención.
Mientras tanto, el sufrimiento de los Galvin era demoledor. Vivían en un mundo tan lúgubre que la violación incestuosa en serie –uno de los hermanos enfermos violó a dos de sus hermanas durante años– no era sino uno más de los múltiples horrores.
La historia de la lucha de los genetistas por entender la dolencia viene a aliviar la angustia de la familia, y Lynn DeLisi, una investigadora presentada al lector como una joven madre en un campo claramente masculino, aparece como una especie de heroína. DeLisi, una adelantada a su tiempo, estaba convencida de que la esquizofrenia era en gran medida una enfermedad genética, e intentaba demostrarlo a base de fuerza de voluntad.
La maldición de la familia Galvin es digna de una tragedia griega y Kolker cuenta su historia con compasión
Kolker sigue a DeLisi y otros investigadores a lo largo de décadas de búsqueda de los marcadores genéticos de la dolencia, de las desventuras en la financiación de la investigación, y de laberintos llenos de callejones sin salida. Tampoco faltan los descubrimientos prometedores producto de experimentos para detectar rasgos familiares e identificar las señales de alarma de la enfermedad, un problema científico complejo que Kolker explica con soltura.
Si hubiera justicia en el mundo, los genes de los Galvin habrían facilitado la clave para entender y prevenir la esquizofrenia, y tal vez habrían redimido parte de su dolor. Por desgracia, a pesar de que las muestras de sangre de la familia han resultado fundamentales para un importante estudio sobre la genética de la enfermedad, sus genes tampoco contienen la panacea, la piedra de Rosetta.
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De hecho, no parece que hoy en día la comunidad médica esté mucho más cerca de encontrar una cura para la esquizofrenia, si es que tal cosa existe. Pero Kolker sostiene que eso es una esperanza vana. Los avances más prometedores se están produciendo en la detección precoz y en las técnicas de “intervención suave” que combinan terapia, apoyo familiar y una medicación mínima.
Kolker es un narrador de talento que da vida a cada miembro de la familia: Michael, que encontró consuelo en una comuna hippie de Tennessee; Brian, que se mudó a California para convertirse en una estrella de rock... Pero también es capaz de ensanchar la abertura y describir cómo la enfermedad mental remodela la vida de todos los que están a su alcance.
Una generación de psicoterapeutas culpó a la madre de causar la enfermedad por exceso o por defecto de atención
El autor, acostumbrado a merodear por mundos de dolor, narra historias de pesadilla propias de la prensa sensacionalista –uno de los hermanos se suicida tras matar a su exnovia– sin entregarse en ningún momento al chismorreo.
Kolker es un escritor comedido, que, a medida que los muros empiezan a cerrarse en torno a los Galvin, recrea sutilmente su sensación de claustrofobia borrando el mundo exterior que les ha ofrecido tan poca ayuda. Dedica varios capítulos a las dos hermanas, que reaccionaron de maneras distintas al trauma del hermano que abusaba de ellas y a los demás horrores de sus vidas. Pero la que me deja una impresión más duradera es Mimi, la matriarca.
Hacia el final del libro reflexiona sobre el abismo que estuvo a punto de engullirlos a ella y a sus seres queridos. Al oír su voz sencilla y conmocionada, uno no puede evitar preguntarse de qué defensas podría armarse cualquiera de nosotros frente a la locura, los monstruos y los misterios genéticos que quizá nunca comprendamos.
“Estaba destrozada”, dice, “porque pensaba que era una buena madre. Hacía una tarta cada noche”.
© The New York Times Book Review. Traducción: News Clips