Tintín irrumpió en mi vida a los seis o siete años. Mi hermano Juan Luis, por entonces un estudiante con poco dinero, acababa de volver de París y venía con un ejemplar de Tintín en América, que había comprado para mí en un puesto de libros viejos a orillas del Sena. No me importó que fuera de segunda mano. Solo presté atención al gran jefe con un penacho de plumas que agitaba un tomahawk en la portada, amenazando a un joven con un mechón pelirrojo maniatado a un poste y con un pequeño fox terrier que se escondía detrás de sus piernas.
El álbum estaba en francés, pero eso no me impidió disfrutar de unas páginas que recreaban el Chicago de Al Capone y el Lejano Oeste, con sus pieles rojas, sheriffs y cowboys. Desde el primer momento, intuí que Tintín no era un personaje de ficción, sino un leal amigo que no se separaría de mi lado. Cincuenta años después, Tintín sigue acompañándome y nunca me ha fallado. No ha dejado de acudir en mi ayuda cuando me vencía el desánimo, recordándome que rendirse nunca es una alternativa razonable.
Hace años conocí a un viejecito misterioso que vivía en una residencia de las afueras de Bruselas. Tenía 93 años y se parecía extraordinariamente a Tintín. Eso sí, su mechón había encanecido y ya no caminaba con tanta determinación. Cuando le pregunté quién era, contestó que un periodista jubilado llamado Niemand. Durante tres meses, hablamos del siglo XX y de las aventuras de Tintín, al que conocía muy bien. Recogí sus reflexiones en un libro qué titulé Retrato del reportero adolescente. Fue la culminación de décadas de amistad. La delgada línea que separa la ficción de la realidad se borra cuando se trata de los mitos.
La delgada línea que separa la ficción de la realidad se borra cuando se trata de los mitos
Consideramos real aquello que podemos medir, tocar, observar y que, de un modo u otro, repercute en el mundo. ¿Acaso no se cumple todo eso con Tintín? Tintín ha dejado una huella imborrable. Su primera aparición en Le Petit Vingtième se remonta al 10 de enero de 1929 y, desde esa fecha, ha proporcionado una enorme felicidad a niños de entre siete y setenta y siete años. No es un mero entretenimiento.
Tintín es un verdadero educador. Su amistad con Tchang, un joven chino al que rescata de morir ahogado en El Loto Azul, primera obra maestra de la serie, es una lección de solidaridad entre los pueblos. Los enemigos de Tintín le han acusado de racista, colonialista y anticomunista, pero lo cierto es que defiende a las minorías raciales, denuncia los expolios de restos arqueológicos y nos reveló la verdadera faz de la URSS.
Conservo el álbum que me trajo mi hermano de los “bouquinistes” de París. Está muy deteriorado, pero cada vez que lo observo siento que ahí está un parte de mi vida. Los niños de hoy leen poco a Tintín, pero los niños de ayer continúan frecuentando sus veinticuatro álbumes. Moulinsart, el castillo del capitán Haddock, es quizás la única utopía del siglo XX que no ha sembrado la infelicidad. Para muchos simboliza la amistad, el coraje, la lealtad, la tolerancia. Aunque las hogueras del pensamiento woke devoren los libros de Tintín, yo albergo la certeza de que siempre resurgirán de sus cenizas, pues los mitos que destilan belleza y esperanza son indestructibles.