Hay lecturas en ocasiones que nos llegan de manera muy especial y a la vez como un descubrimiento absoluto. Tengo por ello que recordar –cuando me llega hoy la noticia de la concesión del Premio Nobel de Literatura– que la obra y la vida de Annie Ernaux están en mi vida de una manera tan viva como especial.
En primer lugar porque me encontraba en 2019, en Roma, en el Campidoglio, junto a cuatro valiosos colegas, formando parte del jurado que le concedió a Annie el Premio Internacional Formentor y que esta circunstancia me llevó a leer antes y a fondo su obra en francés, y en concreto uno de esos volúmenes suyos que como Écrire la vie (Gallimard, 2011) reúnen una veintena de sus libros acompañados de jugosas páginas de diario y de un centenar de fotografías; una de esas recopilaciones preciosas, tan del gusto francés, en las que no sólo seguimos el panorama variado de una obra sino que nos encontramos con el perfil de una vida.
La narrativa de Ernaux la fijan, a mi entender, dos coordenadas: un realismo natural y fértil y un sustrato autobiográfico sin máscaras, que es en el que a su vez se sustenta ese realismo luminoso. Pero en la sensibilidad desnuda de esta autora hay algo más que la cronología de algunos hechos que marcaron especialmente una vida, sino que en ella hay otros valores, como el de la originalidad de su estilo y que en cierto sentido nos lleva a decir, sin falso halago, que estamos ante una obra que bien merece el galardón que se le acaba de conceder.
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Acaso porque de ese testimonio de algunos acontecimientos de una vida brota también su incuestionable originalidad y una humanidad que desasosiega y perturba al lector. Conviene decir, más allá de las imposiciones al uso de última hora, que es una mujer la que escribe y vive su escritura con todas las consecuencias y llevando lejos su intimidad.
A veces, partiendo de una infancia y de una juventud complejas puestas de relieve con gran vivacidad y claridad desde la cercanía de su tierra natal, desde un medio rural y de una atmósfera como gris y amarga, pero que se va deshaciendo con la superación de las pruebas. Sí, una vida, no sólo una obra, expresada con novedad, convincente y teniendo siempre cerca el paradigma ineludible, también irisado, de la familia.
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A la vez, ternura y amargura, es lo que sobre todo se nos ofrece en esta obra, de la que ya tenemos en España traducciones de algunos de sus libros (ediciones en Tusquets o en Cabaret Voltaire). Veracidad, conciencia sincera y conmovedora, franqueza, son otras de las cualidades que aquel día del Premio Formentor destacamos desde el jurado.
Luego, al año siguiente, en ese espacio paradisiaco de Mallorca que todavía da nombre al premio, tuvimos ocasión de conocer y escuchar a la autora. De ella y de sus palabras emanaba ese día luminoso una especie de humanidad nueva. Se había deshecho cualquier aparente grisura literaria. Sí, humanismo en su estado desgarrado y puro, delicado y sensible, como la calma de la escritora en la placidez de Formentor, en aquella escenografía de un ocaso con la mar al fondo.
Sorprende (pero a la vez no) que el Nobel haya ido este año más allá, que haya sido más veraz y convincente al apostar por una vida hecha obra. O por una obra hecha vida. “Escribir es un presente y un futuro, no un pasado […] Escribir la vida.”, nos dijo la autora ya en el arranque de aquel volumen de 1088 páginas, que hoy acrecienta su valor bajo nuestros ojos.
Antonio Colinas es poeta y fue miembro del jurado que le concedió el Premio Formentor a Annie Ernaux en 2019.