Es probable que muchos motivos de los que contiene esta historia hayan nutrido muchas de otros tantos autores en nuestro siglo. La infancia (“larga y estrecha como un ataúd, y de la que nunca se puede escapar sin ayuda”, según escribió Tove Ditlevsen), los abusos sobre ella, el contrabando o el silencio cómplice. También son temas recurrentes la memoria y el olvido necesario para sobrevivir a ella.
No es, por tanto, original la temática abordada por Susana Fortes (Pontevedra, 1959) en su última novela, Nada que perder, porque no descansa en ella su razón de ser, sino en el modo narrativo con el que esta autora, de consolidada trayectoria desde la publicación de su primer libro (Querido Corto Maltés, 1984), envuelve un relato que podría aproximarse a un thriller realista y a una crónica novelada, por la intención de reconstruir un suceso dramático a partir de un interesante coro de voces y personajes en un contexto determinante y determinado.
Ese modo de narrar logra contar una historia colectiva de violencia y encubrimiento con una delicadeza y una expresividad dignas de mención, sin estridencias, sin poner el énfasis en lo escabroso. Como si la novela se lo jugara todo en aras de ese modo que sustrae, cuyo objetivo, nada fácil, es invitar a reflexionar sobre cuestiones sociales y morales que nos atañen ¿Cómo es posible que una comunidad llegue a normalizar una tragedia que se veía venir?
El objetivo de la obra es invitar a reflexionar sobre cuestiones sociales y morales que nos atañen
Y para sus fines teje la composición de lugar, evoca las circunstancias sociales posteriores al franquismo, convoca el hermetismo de la mentalidad de la Galicia rural, la costumbre de asentir, ver y callar. Pero sus fines son más profundos, apuntan a cuestiones esenciales: la negación colectiva, el contrabando consecuencia de la miseria que vino después de la guerra, las “cosas del pasado” justificándolo todo. Este estilo es uno de los alicientes principales de Nada que perder, justifica el ángulo desde el que se construye toda la novela para evidenciar la crudeza de la historia narrada.
El molde narrativo, en cambio, no depara sorpresas: en el escenario de la Galicia rural de aquellos años 70 confluyen cuatro elementos que desencadenaron la tragedia: un ajuste de cuentas, una descarga de droga, un accidente de tráfico y tres niños desaparecidos. Al frente de ese relato está Clara, la narradora protagonista; tenía ocho años cuando el verano que fue a casa de sus abuelos –porque algo no iba bien entre sus padres– en un lugar perdido de la ría de Vigo (As Covas) desapareció junto a otros dos niños, los hermanos Nicolás y Hugo, la tarde de las fiestas patronales. A ella la encontraron sin memoria de lo ocurrido. De los hermanos nunca más se supo. Salió de la infancia por la puerta de atrás, y consiguió mantenerse a flote, a pesar del punto ciego de su memoria desde aquel verano de 1979.
Adolescente en los 80, después estudiante de Literatura Escandinava, varios amoríos equivocados y un trabajo regular desde Copenhague, donde vive, para una agencia literaria de Barcelona. Veinticinco años después la vida de Clara sigue su curso hasta que irrumpe una llamada de teléfono, desde Galicia, informándole de la aparición de los cuerpos de los niños desaparecidos y de su inminente entierro. Quien llama es periodista, Lois Lobo. Prepara un reportaje, pero no parece esa la motivación fundamental. No tiene nada que perder puesto que el caso ha prescrito. Ella decide acudir y encarar lo vivido en aquel rincón donde todos sabían, y todos callaban. De vez en cuando necesitamos historias que nos recuerden lo que es posible ganar cuando ya no queda nada que perder.