Si las heridas de un incesto provocan un dolor profundo e incurable, Christine Angot (Châteauroux, 1959) lleva dando vueltas a ese acontecimiento central de su vida a lo largo de varias novelas y textos teatrales. El escándalo que siguió, en 1999, a la publicación de L’Inceste (Stock), el primer libro en el que Angot abordaba las relaciones sexuales con su padre, dividió a los críticos: para unos, era una provocadora de una egolatría exacerbada; para otros, un talento a tener en cuenta.
Pongamos a Angot en contexto: una escritora mediática, autoficcional, osada, narcisista y con vocación para las controversias. Más tarde en Una semana de vacaciones (Anagrama) la autora insistía en la evidencia: ¿es posible sobreponerse a la seducción pertinaz de un padre, ausente en la vida de una adolescente?
Es en Viaje al este, Premio Médicis 2021, cuando Angot vuelve al núcleo más sensible de su vida y desenvuelve el doloroso ovillo. No se nos narra una brutal y burda violación repetida de un padre a su hija, desde los 13 a los 16 años. Angot recrea una seducción masculina, un proceso de captación del espíritu de la hija, mediante viajes, conversaciones inteligentes, restaurantes de lujo y juegos amorosos. Una perversión con guantes de seda.
Un hombre atractivo, de éxito, director del servicio de traducción del Consejo de Europa es el corruptor. Hasta los 13 años, Christine no conoció a su padre y llevó el apellido de su madre, Schwartz. Él había formado otra familia y quiso modificar el libro familiar, dando su apellido, Angot, a la hija y reconociéndole los mismos derechos que a sus hijos legítimos.
Desde el encuentro inicial, Angot, que narra en primera persona y con su nombre, recuerda un calculado beso en la boca de su padre. A partir de ese momento, en conversaciones telefónicas, en las cartas, el padre va tejiendo un hilo invisible, envolviendo a la adolescente en una atmósfera de enamoramiento. Cuando la narradora reconstruye los hechos posteriores, la descripción es sintética, seca; los nombres de lugares y su vinculación corporal y sexual estremecen por su frialdad: “El orden. La secuencia técnica de las escenas. La lógica de algunos gestos (…) Gérardmer, la boca. Le Touquet, la vagina”.
Angot narra el desgarro, la parálisis, la necesidad de ser aceptada como hija, pero lamentablemente, al bucear en esas densas aguas, pierde también sus defensas
El incesto prosigue a lo largo de la adolescencia de Christine. Ella lo acepta como una esclavitud. Hay otros amores, la universidad, un matrimonio complicado, pero de nuevo, ya separada, a los 26 años, hay una cita con el padre. Ella consiente. “Me tumbé boca arriba. Con los brazos abiertos. Pensé: ‘¡Mala suerte! Estoy harta de intentar discutir. No sirve de nada’. Me vine abajo”.
La reconstrucción minuciosa de los abusos paternos arrastra a la autora a un torbellino de recuerdos psicológicamente violentos, por más que nos lo cuente como si se tratase de los avances de un seductor ante una débil muchacha semifascinada. La disección de Angot es implacable y también distanciada, pero surgen preguntas. ¿Por qué una mujer preparada e inteligente no pudo evadirse de lo que ella llama esclavitud?
La situación que la novela hace visible, la del incesto temprano y continuado, suele tener pliegues que ocultan algo. Pero sólo podemos ceñirnos a lo que Angot cuenta, con la magnífica traducción de Encarna Castejón: el desgarro, la parálisis, la necesidad de ser aceptada como hija. Lamentablemente, al bucear en esas densas aguas, la autora pierde también sus defensas.