Los críticos tendemos a poner etiquetas a los autores en un intento de perfilar su personalidad literaria. De nuestro nuevo Premio Nacional de las Letras Españolas (2022), Luis Landero, se dice que su precisión en el uso de la lengua lo asemeja a Gustave Flaubert o a Marcel Proust, en otras ocasiones se comenta su afinidad con el realismo mágico, el de Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, y casi nadie deja de mencionar su afinidad creativa con Miguel de Cervantes. Lo que viene a confirmarnos el enorme bagaje de ecos, de percepciones, de intuiciones, de frases, de origen oral o escrito, presentes en su obra, que amplifican las de escritores que lo precedieron, y que confirman la riqueza extraordinaria de una obra genuinamente literaria.
Lo que, en mi opinión, define y caracteriza a este excelente narrador y ensayista, en esencia cervantino, es que su creación emana menos de la palabra que de las voces que suenan en su oído interno de creador. Su inspiración no viene forjada por una inteligencia verbal exclusivamente, pienso que las personas conocidas durante su vida, de la familia, de amigos, de gentes de su tierra natal, Alburquerque (Badajoz), le prestan su voz, y con ellas compone sus novelas. Utiliza, pues, la palabra hablada en la tradición de Cervantes y de Galdós.
Su estilo posee, sin duda, esa riqueza que encontramos en el mencionado García Márquez, de un narrador que nos lleva colgados de sus palabras, un poco encantados por la sencillez de lo que cuenta, y que poco a poco nos encontramos en el medio de una historia de ficción cargada de realidad.
Landero irrumpió en el panorama literario español con una obra que cogió por sorpresa a los lectores, Juegos de le edad tardía (1989). Sorprendente porque el estreno como novelista tenía lugar con una ficción madura, en concepción y estilo. El personaje principal de la obra, Gregorio Olías, un oficinista que aspira a la gloria literaria, mantiene un intercambio con un colega, Gil, al que le cuenta sobre un gran personaje llamado Faroni, invención suya, y llevado por la ficción en un momento se ve confrontado con la realidad, cuando el colega decide viajar a la ciudad para conocer al fabuloso e inexistente Faroni, y entonces Gregorio tiene que inventar mil peripecias para impedir ese imposible encuentro. Y aquí el humor, la farsa, las mil excusas de Gregorio, convierten el texto en una pieza irónica sobre la existencia humana.
La siguiente novela, Caballeros de fortuna (1994), confirmó el talento de Landero, en esta denominada en numerosas ocasiones como tragicomedia. La historia de cinco personajes, Belmiro, Luciano, Amalia, Esteban y Julio, se entrecruzan para formar un estupendo relato coral. Entre las varias historias que se cuentan, destaco la de los dos primeros personajes mencionados que se disputan el amor de la mujer, una maestra. Ella duda en si corresponder al amor maduro de Belmiro, responsable, del hombre mayor, o a las veleidades del joven Luciano.
['Una historia ridícula': relato quijotesco del fracaso]
Otra característica de la obra de Landero es el elemento autobiográfico, abiertamente reconocido por el autor mismo, ya que ha publicado dos tomos de autobiografía, pero aquí me limito a comentar ese aspecto complementario al ya mencionado de las voces nacidas de sus espacios vitales. La mejor crítica de Landero, Elvira Gómez-Vidal, ha escrito acertadamente sobre las máscaras de escritor que adapta Landero, concretamente en sus novelas, El guitarrista (2002) y Retrato de un hombre maduro (2009).
En la primera confiesa abiertamente que fue guitarrista y mecánico de automóviles, y que entonces ni sospechaba que iba a ser escritor. La música y la guitarra fueron para Landero, en aquel momento en que el joven se estaba haciendo adulto, una manera de hacerse famoso, de conquistar la gloria, de tocar el cielo del arte, y de paso hacerse rico y de codearse con mujeres de extraordinaria belleza, que caerían rendidas ante el talento.
La creación de Landero emana menos de la palabra que de las voces que suenan en su oído interno de creador
Otra máscara de Landero aparece en Retrato de hombre maduro, donde nos lleva al lecho de muerte del personaje, y allí apreciamos que la edad no es garantía de la sabiduría ni siquiera de que la memoria nos vaya a asistir en los momentos en que más la necesitamos. Cuando le pedimos ayuda para recordar los momentos en que tuvimos que confrontar la vida en sus dilemas, si hicimos las cosas bien o no. Y todo ello viene bañado de ese humor, que se consigue mezclando la tragedia y la comedia de la vida.
Gracias a Luis Landero, un escritor verdaderamente genuino, conocemos o reconocemos una escritura producida con verdadero placer, de ahí la levedad del toque verbal, el humor, de un escritor que disfruta escribiendo sus historias. Se nota al leer sus obras eso que Barthes denomina el placer del texto.