Quienes nos quieren saben cuándo y dónde ocurrió: el siete de noviembre de 2020, en una buhardilla de la calle Príncipe de Anglona. Saben, porque nos lo han oído contar muchas veces, que acababan de dar las dos de la tarde; que hacía frío y teníamos la calefacción puesta. A Marta le dolía la cabeza y puede que a mí también me doliera un poco, qué raro, dije o tal vez solamente pensé, qué raro que a mí también me duela tanto la cabeza. Saben que estábamos recostados en nuestro sofá, el mismo sofá en el que estoy sentado ahora, en un piso que ya no es esa buhardilla en Príncipe de Anglona –porque a esa buhardilla ya no íbamos a regresar jamás–.
Quienes nos quieren saben, a fuerza de oírnos repetir la misma historia, muchas cosas que entonces ignorábamos. Por ejemplo esto: que a esa buhardilla no íbamos a regresar jamás. Por ejemplo que al encender una caldera hay que asegurarse de que la llama de combustión es azul y no naranja ni amarilla ni mucho menos roja. Por ejemplo que el monóxido de carbono es inodoro e incoloro; que no irrita los ojos ni la nariz y por tanto es imperceptible para el ser humano. Saben que la carboxihemoglobina impide a nuestra sangre transportar oxígeno: crees respirar pero en realidad no respiras, crees que te duermes pero en realidad te mueres. Saben lo que entonces sólo sabía nuestro gato, que de pronto corrió a esconderse bajo la cama del dormitorio.
Nuestro dormitorio: el lugar más alejado de la caldera.
–Pero a este, ¿qué le pasa? –dije o tal vez solamente pensé.
Marta no decía nada. Continuaba tumbada en el sofá, con los ojos cerrados; la mano sobre la cara, porque la luz, decía, le molestaba.
–Me duele la cabeza raro –murmuró, con los labios cada vez más torpes.
Días más tarde, cuando nos recuperábamos de las secuelas de la intoxicación –46% de carboxihemoglobina en sangre; tan cerca del coma que incluso hoy nos sigue dando miedo– tendríamos que firmar una declaración en la que nos comprometíamos a no emprender futuras reclamaciones judiciales y a no revelar la identidad de nuestra casera en foros públicos. Por eso, en este relato la casera no puede tener nombre.
Y entonces pienso, bañado en sudor: la has jodido, Juan; te quedaste dormido y ahora Marta está muerta, y ahora tú estás también muerto
Es judicialmente forzoso llamarla así, nuestra casera o todo lo más nuestra excasera, la propietaria con residencia fiscal en Estados Unidos que llevaba seis años sin revisar su caldera; peor aún, la propietaria que en 2014 había hecho caso omiso al informe que exigía su sustitución inmediata –moderadas emisiones de monóxido de carbono, escribió el técnico–. Nuestra casera decidió no comprar otra caldera y decidió también no tener nombre, y nosotros, que no tenemos nada que ocultar, decidimos tenerlo. Marta y Juan: así nos llamamos. La pareja en los treinta-y-algo que casi se muere en el sofá de su casa un siete de noviembre de 2020.
–Voy a intentar dormir –dijo, y yo dije o tal vez simplemente pensé: yo también. A ver si yo también descanso un poco.
Pero no sé por qué, no me dormí. Era como si una parte de mí ya supiera lo que más tarde me explicarían los enfermeros, lo que yo mismo explico antes o después a todos aquellos que nos quieren: que la llaman la muerte dulce porque de pronto te entra mucho, muchísimo sueño. Y de alguna manera yo, a pesar del sueño, me encontré cocinando un plato de alcachofas con jamón, porque lo que sin duda le pasaba a Marta era que no había comido lo suficiente. Eso me decía. Eso le dije a Marta, al cuerpo desmadejado de Marta, que tuve que zarandear tantas veces: tienes que comer.
Levántate, que ya están las alcachofas.
Cuando Marta cayó al suelo, yo sólo pensaba en eso: en las alcachofas.
Cuando vi su cuerpo sacudirse en espasmos; cuando vi sus ojos en blanco y cómo su rostro se transfiguraba en ese no sé qué de máscara o de calavera que ya no he podido olvidar nunca, sólo pensaba: las alcachofas. Se enfrían las alcachofas.
–No llames a la ambulancia.
Eso fue lo primero que murmuró cuando entreabrió los ojos. ¿Por qué me dijo eso? Ella no lo recuerda. Tal vez tenía miedo de estar exagerando. Porque a veces, cuando uno acude a Urgencias por un dolor que después de todo tal vez no sea tan grave –cómo saberlo–, lo primero que piensa es que no está lo bastante enfermo. El remordimiento de haber despertado para nada a ese médico de guardia soñoliento, que nos mira de arriba abajo antes de pedirnos que nos tumbemos en la camilla. Yo mismo dudaba, todavía con el móvil en una mano, hasta que vi el rastro de sangre que su cabeza había dejado en el suelo, y entonces ya no hubo ninguna duda: porque un desmayo tal vez no, pero el espectáculo de una herida siempre parece un motivo suficiente.
Tal vez sea ese poquito de sangre lo que salvó su vida, la vida de ambos. En los días sucesivos, muchos amigos y familiares insistirían en examinar la herida, como si tocar esa brecha diminuta en la cabeza de Marta pudiera explicar una pequeña porción de aquello por lo que habíamos pasado. Y nosotros se la señalábamos, claro, es aquí, justamente aquí, porque las otras heridas que nos dejó el monóxido nunca supimos señalarlas.
Luego llegó el hospital. Una bombona de oxígeno para cada uno. El dolor en las articulaciones. El miedo a quedarnos dormidos. Las gestiones para buscar un nuevo piso. Las conversaciones con el abogado de la casera sin nombre. El juicio lo tenemos ganado, dijo nuestra abogada, o lo tendríamos ganado si no tuviera residencia fiscal en Estados Unidos: en casos así, el proceso puede durar diez años o más. Es mejor que aceptemos lo que nos ofrecen. Y lo que nos ofrecieron fue esto: un punto de trauma psicológico para cada uno, en una escala de 0 a 2.
0 puntos: ningún trauma.
1 punto: trauma leve.
2 puntos: un trauma de verdad. Un trauma como Dios manda.
Una cantidad ridícula, eso es lo que nos pagaron: apenas lo bastante para abonar la primera mensualidad de nuestro nuevo piso. Ese lugar al que tuvimos que trasladar nuestro sofá y nuestros cuerpos sin heridas visibles. Y aún hoy me despierto muchas veces en nuestra cama, en mitad de la noche, creyendo que sigo tumbado en ese sofá donde casi nos quedamos dormidos, y entonces pienso, bañado en sudor: la has jodido, Juan; te quedaste dormido y ahora Marta está muerta, y ahora tú estás también muerto. A cambio de ese miedo, de esas pequeñas muertes que me sobrevienen cada tanto, nos pagaron mil quinientos euros. Mil quinientos euros y el compromiso de nunca, bajo ningún concepto, contarlo.
Narrador y crítico literario, Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) es licenciado en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada, en Historia y en Filosofía. Su primer libro, Los que duermen (Salto de Página, 2012), fue considerado uno de los mejores debuts del año. Después vendrían novelas como El cielo de Lima (Salto de Página, 2014), Premio Ojo Crítico de Narrativa; Kanada (Sexto Piso, 2017), Premio de las Letras Ciudad de Santander; Ni siquiera los muertos (Sexto Piso, 2020) y, este mismo año, Lo demás es aire (Seix Barral).