El narrador de El gran viaje se topa en Funchal con un desconocido, un español llamado Oliver Griffin, que empieza a contarle su vida sin preámbulos. A partir de aquel día de Año Nuevo del presente siglo, Griffin irá añadiendo episodios del “gran viaje” de su vida en bares, cafés del puerto, hoteles o paseos interminables. Dicho anónimo narrador, auténtico alter ego funcional de Adolfo García Ortega (Valladolid, 1958), silencioso y atento interlocutor, hechizado por las “peroratas” del pasmoso relator oral y absorto en esa “navegación verbal” que entraba y salía de su propia vida y de las ajenas, sirve de albacea del locuaz personaje y toma nota de sus relatos, que alimentan el libro que leemos.
La historia de Griffin tiene una apariencia difusa, pero se vertebra en torno a una peripecia central, un antiguo viaje en barco con destino a un misterioso lugar, Isla Desolación, la Ítaca del personaje, en las costas del Estrecho de Magallanes. El viaje emulará el de sus abuelos hace décadas, concretará su afición maniática a pintar islas y le revalidará su indeclinable obsesión de invisibilidad, de ser alguien invisible.
La historia viajera medular funciona como esqueleto narrativo que, además de engarzar con el viaje de los antepasados del que se deriva un relato familiar, también entronca con otro viaje remoto, en tiempos de Felipe II, que nos traslada a imaginarias quimeras históricas. Pero todo ello es solo un cauce argumental que se va llenando sin pausa ni sosiego con más historias; de cada anécdota nace otra con la que no guarda relación. Cada vez que Griffin abre la boca, y no para de hacerlo, surge una nueva peripecia que refiere con fruición y pormenor.
Esta trama se configura como un juego de muñecas rusas que incorporan una suculenta galería de contenidos y formas de la ficción: episodios de aventuras y piraterías, lo insólito, la imaginación desbordada, el argumento sentimental, la crónica del horror y la violencia, el apunte exótico o costumbrista, lo visionario, la fábula histórica, el discurso metaliterario… A la vez, por boca del parlanchín Griffin van llegando al libro el asunto de la identidad, los anhelos de espiritualidad, la ensoñación frente a la vida prosaica, la magia, la teosofía, la sugestión de los autómatas, la alienación amorosa, la perplejidad hermafrodita…
De este modo, El gran viaje es una dilatada enciclopedia narrativa que pivota, por otra parte, sobre un entusiasmo literario desbordante. Menciones explícitas de la literatura popular del XIX, la de Dumas, Conrad, Stevenson, Melville, Conan Doyle o Verne, sirven de soporte genérico a la novela. A ellas se suman variopintas referencias culturales, a Petrarca, Flaubert, Baudelaire o Joyce, al cineasta James Whale, al pintor Arcimboldo…, así como una galería de personajes históricos.
'El gran viaje' es un juego de muñecas rusas que incorporan una suculenta galería de contenidos: episodios de aventuras y piraterías, lo insólito...
Semejante noticiario cultural y mosaico de peripecias, deudor del más genuino gusto por contar y montado con absoluto magisterio formal, propone una extensa reflexión sobre la naturaleza humana. La vida es un viaje con “bifurcaciones” que busca cumplir un destino. En el viaje intervienen anhelos u obsesiones: la tentación de ser otro, deseos y ensoñaciones, el peso del azar… Vivir, se dice, supone sortear errores, fracasos, desilusiones, injusticias, dolores, desgarros, para llegar a donde uno quiere.
Al servicio de tal propuesta, García Ortega despliega una asombrosa capacidad fabuladora. Tan subido mérito no impide un par de reservas. Una, fatiga tanta acumulación de historias. Otra, abusa de un hiperculturalismo que le lleva a rizar el rizo: Griffin se hospeda en un “Hotel Aramis”, que antes se llamaba “Dumas”.