El título que Ronaldo Menéndez (La Habana, 1970) pone a su novela, El proceso de Roberto Lanza, implica una insinuada ambigüedad. Designa el contenido básico de la historia, el proceso social y, a la postre, judicial a que se ve sometido el protagonista y a la vez alude al enigmático relato de Kafka que recrea el absurdo legal en que alguien puede verse enredado. Esto es lo que le ocurre, hasta la orilla de la sinrazón, a Roberto, cuya agónica situación monopoliza toda la trama aunque le acompañen un cumplido número de personajes.
El bibliotecario Roberto y la profesora en un máster de edición Lorena forman un bastante dichoso matrimonio que atiende bien a su hijo de cinco años Liam y se rige por normas no escritas de la modernidad. Tienen suficientes relaciones sociales, tranquilidad económica y solo ocultan algún secretillo. Un día, una profesora del colegio de Liam le dice a Roberto que el niño le ha comentado que su padre le da “besitos ahí”.
Esta suposición desata un calvario. Roberto es víctima de infundios y suspicacias y, desbordado por la traumática circunstancia, encadena errores que le llevan a una situación límite. No cabe decir aquí adónde va a parar la historia para no estropear a nadie el desarrollo de una peripecia terrible que el autor alimenta con sucesos de buena inventiva novelesca.
La novela se orienta a ofrecer una lección moral, pero no es un enfoque abstracto o especulativo el modo de lograrla. Al revés, el acierto inicial del autor radica en emplazar el argumento en un contexto de absoluta precisión realista elaborado con muchos detalles concretos: el lugar exacto donde se desarrolla la anécdota, Madrid (con un galdosiano apunte: la pareja vive en el número 14 de la calle La Palma), el Algarve o Lisboa; el momento en que ocurren los hechos (al comienzo de la “Plaga”, el Covid); datos precisos relativos a las mentalidades, a la conducta de los padres, a los colegios, a la educación en la familia, a la paternidad, al feminismo, al consumo de alcohol o a páginas porno de internet.
Sobre esta sólida base de intencionado testimonio y pulido costumbrismo se levanta un diagnóstico acerca de actitudes mentales dañinas. La sospecha, la insinuación, la malevolencia, los prejuicios, la suposición, el chismorreo o la malicia forman el ramillete de perversiones del alma que provocan la condena de alguien, un sangriento modo de cancelación de una persona. El relato convierte los malentendidos a los que da lugar Roberto en armas arrojadizas que lo abocan al desmoronamiento y la enajenación.
El narrador se mueve con total versatilidad entre su propia voz omnisciente y la cabeza del protagonista
La figura de Roberto alcanza una conmovedora altura trágica, a la vez que facilita la denuncia social. Ello se debe al buen tino de Ronaldo Menéndez en su configuración, pues ha hecho de él un ser nada esquemático; en lugar de alguien modélico, lo presenta con no pocas fisuras y defectos, responsable en buena medida de su desgracia; un “rarito”. Palpita por tanto en él la verdad humana que hace auténtica la desventura de una víctima de la pura maldad, las dañinas convenciones colectivas y, también, la fatalidad.
Las penosas vicisitudes de Roberto gozan de un acierto técnico definitivo, un narrador que controla la historia, la matiza con humor, la pondera con cultas observaciones y se mueve con total versatilidad entre su propia voz omnisciente y la cabeza del protagonista.
A este atinadísimo narrador implicado se debe un relato de verdad inquietante porque a cualquiera nos podría ocurrir lo que le sucede a Roberto Lanza.