Llevo casi una década comentando con los lectores las listas de lo mejor del año que elabora El Cultural, y en este tiempo me he divertido muchísimo buceando en los contrastes que se revelaban entre mis propias opiniones, las ajenas, el stablishment y las modas emergentes, la edición industrial y la artesanal, las agendas sociopolíticas y el devenir estilístico de la literatura, etc. Quiero decir que estos balances, con sus limitaciones, siempre regalan una oportunidad de comprender cuál es el panorama en el que nos movemos, quiénes somos en tanto que país lector: uno cargado de miserias, sí, pero también de intersticios por lo que se cuelan poderosas señales de vida…
Pienso, por ejemplo, en la inclusión este año de las obras de Natalia García Freire y Eduardo Ruiz Sosa (autor de dos novelas que son dos obras maestras), dos voces latinoamericanas descubiertas desde España, algo que ocurre cada vez menos a menudo, y que apunta al buen trabajo de sellos independientes (La Navaja Suiza y Candaya, respectivamente). Si Madrid o Barcelona quieren conservar su relevancia en el tejido literario de nuestra lengua, que no desatiendan esta clase de esfuerzos.
En el año que re-re-consagró a Sara Mesa (impepinablemente, una grandísima narradora) y nos trajo de vuelta al mejor Vila-Matas, también perdimos al gran estandarte de nuestra novela: Javier Marías. Pocos meses antes de la noticia, en un bar de Barcelona, Luna Miguel nos explicaba cómo lo había redescubierto con placer (motivada en parte porque fue un autor importante para su madre, la añorada Ana Santos) y profetizaba que pronto será recuperado por las jóvenes generaciones, cuando se animen a eludir los equívocos generados por su último articulismo para abrazar la energía post-nacional, flirteante e hipnótica de la prosa que vertebra sus novelas.
En años venideros, me encantaría que los debates literarios fueran tales, que no se redujeran a reyertas y que se basaran en la lectura de los libros
Sospecho que Luna está en lo cierto. Sea como sea, a favor o en contra, no puede hacerse un recorrido sensato por los últimos doce meses sin recordar este fallecimiento que marca, por derecho propio, un cambio de régimen (así las cosas, ¿quién es el nuevo monarca de la novela española? ¿Vila-Matas, probablemente?)
2022 ha sido el año de Fráncfort, en cuya Feria hemos sido el país invitado. Tiendo a desconfiar del universo-saraos, pero el balance industrial parece hacer sido objetivamente positivo.
La nómina de autoras y autores presentes parece más o menos ecuánime y defendible: bien. Aun así, nueve años de reseñismo semanal me empujan a insistir en el desajuste que se produce en España entre la cultura Canónica y la realmente estimulante: mi generación (los nacidos, digamos entre el 75 y el 85) está alcanzando la madurez con un notable nivel medio aunque adolezca de un verdadero Libro Incontestable; y entre quienes vienen detrás ocurren cosas fascinantes (¡García Sierra! ¡Víctor Balcells!...), no todas lo bastante cool como para acaparar titulares y sesiones de fotos. Por arriba, en generaciones precedentes, hay nombres que pasan desapercibidos: ¿alguien invitó a Luis Rodríguez o a Rosario Izquierdo? Fráncfort, Guadalajara, el circuito de Festivales…: cumplen su papel, pero con lagunas.
En años venideros, me encantaría que los debates literarios fueran tales, que no se redujeran a reyertas y que se basaran en la lectura de los libros; que la nostalgia no aprisionara el discurso ni la narrativa de nuestros escritores; que la periferia dejase de serlo, o al menos asumiéramos que la centralidad de nuestro pequeño país apenas es otra forma de periferia global algo más disimulada; y que en diciembre la prensa se pregunte por lo que ha ocurrido en las bibliotecas de barrio y en las librerías pequeñas, cuáles han sido allí los movimientos principales, los autores populares, las temáticas demandadas… Mientras tanto, vuelvo la mirada a 2022 y veo en él un capítulo más del período de transición que siento que estamos viviendo hacia no sé dónde.