La historiadora Andrea Wulf (Nueva Delhi, 1972) y sus editores tienen la óptima costumbre de colocar, a modo de prefacio de sus volúmenes, una serie de mapas con el propósito de orientar cabalmente al lector curioso. Si en La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander von Humboldt estas cartografías liminares reproducían los accidentes de la cuenca del Orinoco, en Venezuela, las estepas de Siberia y un par de océanos, vastedades, en fin, que recorriera en vida aquel sabio alemán, ahora, en Magníficos rebeldes. Los primeros románticos y la invención del yo, contamos con un simpático mapa de la pequeña Jena (léase “Iena”). Se trata de la célebre ciudad universitaria del Ducado de Sajonia-Weimar, cuna del primer romanticismo germano.
Estamos en el corazón de Alemania, a fines del XVIII: en diez minutos, uno cruzaba esta población amurallada junto al río Saale. En este nuevo, atractivo y documentado trabajo sobre el Círculo de Jena ya no hay grandes espacios: tenemos a las lumbreras de Occidente apelotonadas, viviendo a veces en la misma casa, o habitando a dos pasos. El reciente título de Wulf, por lo demás, incurre, como el anterior, en cierta exageración (sostener que el “yo”, digamos, la subjetividad humana, se inventó entre 1794 y 1806, como si se tratase de la invención del globo aerostático, es, por fuerza, exagerado). Con todo, esta solvente e informada storyteller germano-británica demuestra que en doce años pasaron bastantes cosas en la apacible pero volcánica Jena.
Un maduro Goethe parece el testigo, sin ser el protagonista, de estas peripecias de rebeldía: unos se unen, otros se separan, unos riñen y otros se aman (y hasta se casan), y en el curso de estas páginas él, Von Goethe, es lo único que permanece estable. En calidad de ministro o administrador del duque Carlos Augusto, Goethe va y viene entre Weimar, donde tiene su casa y a su hijo, y Jena, donde hay que supervisar un nuevo instituto y jardín botánicos, donde está la universidad (que pronto se sitúa en la vanguardia del pensamiento alemán, es decir, europeo) y donde vive su entrañable amigo y colaborador Friedrich Schiller.
Es un libro coral, lleno de cuchicheos y viajes, en el que entran y salen grandes nombres
La amistad de estos dos gigantes y sus proyectos editoriales (la revista Die Horen, o Las Horas, y El almanaque de las musas) dieron paso a una nueva generación, en un país bullente de cultura, en el que todo giraba en torno a la literatura (también en torno a los franceses y a Napoleón), y en el que las polémicas tenían que ver (¡qué remoto suena hoy!) con libros.
En cierto modo, la auténtica protagonista de esta crónica es la intelectual Caroline Böhmer, luego Caroline Schlegel, luego Caroline Schelling. En torno a este complejo personaje, encontramos a su enamorado, el sensato August Wilhelm Schlegel; al difícil hermano menor Friedrich Schlegel; a la hija de aquélla, la malograda y muy llorada Auguste; a la amante de Friedrich, Dorothea Veit, y luego Dorothea Schlegel; al sin par Friedrich von Hardenberg, alias Novalis, parlanchín visionario que a todos maravillaba; a la musa de éste, la también malograda Sophie von Kühn; al soñador novelista y traductor Ludwig Tieck y su mujer Amalie; al matrimonio del irascible filósofo Johann Gottlieb Fichte y Johanne, y al golden boy del pensamiento de entonces, Friedrich Schelling.
['El increíble viaje de Alexander von Humboldt': el viaje que no cesa]
Estos son los protagonistas de un libro coral, lleno de cuchicheos y viajes, en el que entran y salen grandes nombres, como si esto fuese Zur Rose, una de las animadas cervecerías de Jena (Wulf nos describe todas ellas). Tampoco hay que olvidar las páginas de los hermanos Humboldt, a quienes Wulf consagró, como se ha dicho, un ensayo de gran éxito; también están Hegel, que se sube al tren narrativo en el último cuarto del recorrido, y el amigo del pequeño Schlegel, Friedrich Schleiermacher. Realmente, los acontecimientos se suceden con ruido y furia, como dijo Shakespeare, a quien August Wilhelm y Caroline tradujeron con ahínco y al que los rebeldes románticos adoraban.
Tras las publicaciones conjuntas de Schiller, hay que mencionar la gran creación de los hermanos Schlegel (principalmente de Friedrich): la revista Athenaeum. Si el yo moderno se definió en esta época o no, es cosa por discutir, pero no es exagerado decir que un tercio de la cultura clásica alemana se fraguó tras esas murallas medievales del Ducado Sajonia-Weimar. Es impresionante la serie de títulos que fueron saliendo de la imprenta en este tiempo dentro y fuera de las tres revistas mencionadas (habría que añadir la Jena Allgemeine Literatur-Zeitung).
Seguramente, la gran virtud de este libro es pintarnos con pericia el contexto vital de un buen puñado de obras maestras de las letras. El escándalo de Lucinde, de Friedrich Schlegel; las bases filológicas de las posteriores Lecciones sobre arte dramático y literatura, de August Wilhelm; el contexto de aparición de los Himnos a la noche de Novalis; la influencia de estos jóvenes rebeldes en varias obras mayores de Goethe; las tensiones entre cada uno de los renovadores de la filosofía y su sucesor en fama (entre Kant y Fichte, entre este y Schelling, entre Schelling y Hegel…); las tensiones entre el pensamiento y el poder (célebre caso de la expulsión de la Universidad de Jena de Fichte, el filósofo del “Ich”, del yo), o las reacciones al Wallenstein, obra de Schiller estrenada en el teatro de Weimar.
La belleza de fondo del libro es dejarnos contemplar cómo grandes páginas de la literatura alemana provinieron de apasionadas conversaciones en confianza
Son hitos, muchos de ellos bien conocidos, pero narrados con gracia y jugosa información. Además, están los incontables amoríos de los personajes: el aspecto sentimental hace de Magníficos rebeldes una especie de Las afinidades electivas. Y también está la celebración de la amistad juvenil: quizá lo más bello del libro sea la crónica de un verano de este Círculo en la bella Dresde.
Wulf muestra bien hasta qué punto este contexto no es solo un complemento biográfico a ciertas teorías del Círculo, sino que estas, las obras y teorías célebres, son más bien la cristalización de conversaciones apasionadas, como diálogos platónicos en los bosques del norte.
La belleza de fondo del libro es dejarnos contemplar cómo grandes páginas de la literatura alemana provinieron de apasionadas conversaciones en confianza. Mientras permanecieron juntos, antes de erosionarse como grupo a causa del desamor o de los desencuentros, antes de ser diezmados por la tuberculosis y la disentería, estos veinteañeros y treintañeros amantes del misticismo difuso, de lo fragmentario y de lo súpermoderno tenían un verbo para designar su actividad conjunta: “sinfilosofar”.
El prefijo “sin” (que tenemos en “simbiosis”, en “simpatía”) expresa una comunión: tal es la comunión de los intelectuales apelotonados en Jena, que inventaron un nuevo sentido para la palabra “romántico” en el Athenaeum: “Querían romantizar el mundo entero, y eso significaba percibirlo como un todo interconectado. Hablaban del vínculo entre el arte y la vida, entre el individuo y la sociedad, entre la humanidad y la naturaleza”.