La literatura ha recurrido no pocas veces al espejo para dar cuenta del mundo. Recordemos solo, entre nosotros, cómo Valle-Inclán paseó a los héroes clásicos por las deformantes lunas comerciales del callejón del Gato. Más allá va Javier García Sánchez (Barcelona, 1955) al despojarlo de papel instrumental y convertirlo en el actor principal de Vida de un espejo.
La aparición del protagonista está rodeada de un halo enigmático. Habla en primera persona alguien de “género epiceno” que carece, así lo especifica, de nombre y ha sido hecho por un Creador con denso cristal en azogue y no con vulgar metal bruñido. Pero pronto se desvela que se trata de un espejo cuya historia, la suya y la de todo lo que ha contemplado, va a contar. Será una historia larga, dada su condición centenaria. Así, con este recurso que se instala en el territorio de la pura fantasía, García Sánchez acomete la empresa de mostrar e interpretar la vida.
Que recurra a la total invención no lo utiliza García Sánchez como excusa para hacer un relato inarticulado. El espejo dice en qué lugares ha estado y qué percances han amenazado su integridad al hilo de su pertenencia a una familia con la que ha tenido una relación pasiva de mueble, salvo con la hija, una adorable niña, Adriana, que una vez le miró con ternura y con quien ha seguido manteniendo una relación marcada por un fuerte sentimiento hasta la vejez.
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El vínculo con Adriana proporciona un eje argumental que da una mínima unidad a la actividad del locuacísimo espejo, movido por el prurito de convertirse en testigo de cargo de las debilidades y fallos de la naturaleza humana. Todo en ella son miserias, salvo lo que significa Adriana, el amor algo romántico, y valores como la cultura, los libros o la música. Prevalece el retrato rotundamente negativo de nuestra especie y de nuestra sociedad.
Además de desmontar la célula familiar, ese engreído voyeur se extiende por la generalidad de los humanos en tono no poco moralista. Las virtudes, asegura esa voz disimulada del propio autor, han desertado y están sepultadas en los impulsos grupales. Se salvan de niños, por su afición a jugar, pero ya adolescentes pierden la inocencia y después avanzan en esa línea: se destrozan entre sí y pocos mandan, los devoran los celos, la ansiedad, los deseos impuros…, son frívolos, vanidosos, injustos… Con su alegato el espejo querría sugerir cómo deberíamos ser, pero todo queda en belicosa requisitoria.
La novela tiene perspicacia como para reflejar nuestra condición de modo incisivo y, además, gracioso
La fantasía absoluta (los libros hablan y los sillones echan su cuarto a espadas) tiene la exigencia inexcusable de lo que se llama suspensión de la incredulidad. Por ella prescindimos del juicio realista porque el relato crea unas particulares normas. Pero en Vida de un espejo no siempre se cumple tal requisito. El narrador cuenta cosas que rebasan esa particular verosimilitud. También se manifiesta como un sabio filósofo y habla de un modo demasiado rebuscado.
La diatriba del espejo, además de no resultar del todo creíble, peca de prolijidad en detalles anecdóticos y cae en minucias costumbristas. Sin embargo, la historia tiene, en su dimensión global, perspicacia y dotes de observación como para reflejar nuestra condición de modo incisivo y, además, gracioso porque García Sánchez suele sazonar las observaciones con paradojas, humor y simpáticas ocurrencias.