Las palabras no son una simple conjunción de fonemas y sonidos, sino seres vivos con una larga y, en ocasiones, casi interminable historia. Soledad Puértolas (Zaragoza, 1947) ha escrito un hermoso ensayo sobre la vida de las palabras, rastreando su origen y evolución en el tiempo. Ha seleccionado palabras como “persona”, “esternocleidomastoideo”, “alma”, “melancolía”, “destino”, “libertad”... Y ha narrado sus vicisitudes en la historia de la literatura española, mostrando cómo han sido utilizadas.
Los cambios de época han afectado al significado de las palabras, revelando que no son estáticas, sino creaciones que experimentan continuas metamorfosis. Las palabras, apunta Puértolas, no se conforman con alojarse en nuestro interior: “Quieren salir fuera, expresarse”. Casi siempre vienen a nosotros desde fuera, tejiendo un hilo mediante el cual dos intimidades se ponen en contacto. Es el milagro de la comunicación, del encuentro con otras sensibilidades. Las palabras sirven para hablar, pensar, escribir. Brotan espontáneamente, pero trasladadas al papel adquieren una dimensión más profunda.
Todos los que comercian con las palabras dejan su huella en el lenguaje, pero, además, los textos literarios adquieren el carácter de modelos, puliendo el idioma y abriendo el camino a nuevos textos. El lenguaje es una madeja que crece sin cesar. Puértolas cita el primer diccionario de la lengua española, el Diccionario de autoridades (1726-1739), que se apoyó en textos literarios, filosóficos, científicos, religiosos y jurídicos, apuntando que el sentido de las palabras se forja mediante el uso oral y escrito. La lengua siempre es una historia colectiva, un relato que se expande con los siglos, pero que no está exento de finalizar. En realidad, los idiomas siguen las leyes de la física: no mueren, se transforman.
Puértolas trabajó con Elena Cianca, lexicógrafa de la RAE, para sacar adelante esta historia de las palabras. No pretendían escribir un tratado erudito, sino un ensayo que pudiera leer con placer un público no especializado. Un ensayo grato, amable, accesible. Y ciertamente lo consiguieron, pues la obra se recorre con fluidez, sin experimentar la fatiga causada por un estudio académico. Puértolas confiesa que tomó como modelo los Ensayos de Montaigne, con su estilo directo y flexible. No se trataba de imitar su tono confesional y filosófico, sino su espíritu, adoptando una perspectiva serena y reflexiva.
“La relación del ser humano con el lenguaje resulta apasionante”, escribe Puértolas. “Avanzamos en la vida a través de él. En ocasiones, somos lo que hablamos. En otras, lo que callamos”. El confinamiento forzoso por la pandemia reveló que el lenguaje es un recinto particularmente privilegiado, pues entre sus límites reside la libertad de pensamiento. Durante los meses de encierro, Puértolas reconoce haber descubierto que la libertad no era un bien externo, sino algo que se encontraba en su interior: “La libertad estaba dentro de casa. Estaba dentro de mí”.
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No es casual que este ensayo empiece con la historia de la palabra “persona”, pues el lenguaje es lo que nos permite constituirnos como sujetos y averiguar quiénes somos en realidad. Leyendo un cuento infantil a su nieta de cuatro años, Puértolas se sorprendió al escuchar que le preguntaba quién era uno de los personajes, un cangrejo. Personaje procede de persona y la persona no es solo una máscara, como decían los griegos, sino un proyecto, un quehacer, por utilizar una expresión de Ortega y Gasset.
“El estudio del lenguaje” nos lleva “al estudio de lo que somos”, lo cual significa meditar tanto sobre la persona que hemos anhelado ser como sobre la que realmente somos. En la hendidura –o sima– que separa a esas dos realidades –una, meramente desiderativa; otra, efectiva, incluso a nuestro pesar– pulula “nuestra necesidad de ser, también, personas diferentes de las que somos”. Gracias al lenguaje, podemos vivir otras vidas, olvidar las frustraciones.
Las palabras, apunta Puértolas, no se conforman con alojarse en nuestro interior
Hasta el siglo XVI, la literatura española reservaba el sustantivo persona para individuos de cierto relieve social, pero la alcahueta de La Celestina (1504) afirma: “Yo soy conocida por mi persona, el rico por su hacienda”. Puértolas apunta que esa declaración constata que había irrumpido en la sociedad “un nuevo espíritu basado en la idea de la afirmación individual”.
La Celestina, “obra extraordinariamente reivindicativa”, sitúa al individuo en el centro del tejido cultural, exacerbando la subjetividad. Todos somos personajes del “cuento de la vida”, habitantes de un universo que se desvanecería sin nuestra mirada, pues no habría mundo sin un yo capaz de nombrarlo y meditar sobre su existir. La palabra es la matriz de todo. Es el logos que saca a la naturaleza de la oscuridad.
Al hablar de la salud y la enfermedad, Puértolas destaca que “la imperfección nos define”. Hemos de “convivir con ella e integrarla en nuestra personal búsqueda de sentido”. Alma, nostalgia, armonía y otros relatos sobre las palabras es un ensayo delicioso y deliberadamente incompleto, pues la historia de las palabras nunca se acaba. Constituye una sugestiva invitación a continuar rastreando el origen de esas palabras en las que apenas reparamos, pero que son la clave de nuestra identidad. Sería injusto no elogiar el extraordinario trabajo filológico de Elena Cianca, que convierte las notas en una iluminadora segunda parte y no en un mero apéndice.
En realidad, los idiomas siguen las leyes de la física: no mueren, se transforman
“Palabras, palabras, palabras”, contesta Hamlet a Polonio cuando este le pregunta qué está leyendo. Shakespeare utilizó esta expresión para reflejar la imposibilidad de comunicarse entre dos personajes, pero Puértolas nos muestra que las palabras, lejos de ser sinónimo de confusión o incomprensión, nos permiten tender puentes, acercar posturas, entender a los otros, hallar un sentido. Las palabras hacen posible incluso el diálogo con nosotros mismos.
El libro añade una nueva constelación de palabras al río del lenguaje, dilatando nuestra capacidad de expresarnos y, por tanto, de sentir o soñar. La palabra no es, según Heidegger, una herramienta, sino la casa del ser. En su seno, el caos se transforma en una totalidad inteligible. Soledad Puértolas ha escrito un bello libro que nos recuerda la trascendencia de la palabra. No en vano, el Evangelio de san Juan sitúa la palabra en el origen del universo. Sin ella viviríamos en las tinieblas del instinto, donde la vida solo es una cadena de sensaciones y no un orbe de prodigios.