Los medios sociales te ponen en contacto con lo más superficial del intercambio humano, y rápido, rápido, un minuto ya resulta demasiado. En cambio, una novela, una novela como la presente, solícita a la inteligencia, a la conciencia personal, te permite sentir, pensar, expandir el sentido de la realidad y tu modo de ser. Las novelas de Juan Pedro Aparicio (León, 1941) consiguen además conectar con el lector mediante una lengua literaria única, un español moderno, expresivo, lleno de recursos, que nos conecta con los cuerpos, los sentimientos, y el espíritu de sus personajes.
Gracias a la infinidad de imágenes empleadas en las descripciones de personajes y lugares, el escritor consigue crear un espacio literario en que los lugares representados exhiben esa pátina prestada por la historia, sea una catedral, una calle o un café. La riqueza de saberes históricos del autor, de nuestra geografía y entorno cultural, que conocemos a través de sus excelentes ensayos (pienso en el libro de viajes El Transcantábrico, o de historia, Nuestro desamor a España, donde reconstruyó la importancia del reino de León, que incluye Galicia y Asturias, absorbido historiográficamente por Castilla, el concepto de Castilla de Ramón Menéndez Pidal) complementan en todo momento su rico discurso narrativo.
Características muy apropiadas para este texto, que reúne cuatro novelas publicadas separadas anteriormente que ahora forman un estupendo conjunto narrativo, La novela de Lot, que vertebra y presta vida a tres momentos del pasado nacional, la Guerra Civil del 36 en la primera, El nombre de la noche, la postguerra en la segunda, titulada El año del francés, y la transición democrática en la tercera, Retratos de ambigú. Un cuarto libro, El viajero de Leicester, de un carácter diferente, resulta un repositorio de los sueños que quedaron flotando en los anteriores.
Aparicio se vale de Lot, la ciudad de León, para ofrecer una imagen de la realidad española del siglo XX absolutamente verificable, y juntas sus novelas ganan en valor; su aporte intelectual incita a deliberar sobre el pasado de nuestro país, antes de que fuera pisoteado por los nacionalismos, y especialmente ante la falta de matiz de los medios sociales y la blandura intelectual de la novela negra y sus recetas, que también en su momento tentaron a Aparicio, una deriva temática que le llevó a publicar dos títulos en esta línea, tan prevalentes en el panorama socio-cultural presente.
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El talento de Aparicio se manifiesta, y en ello debo insistir, por lo insólito en nuestras letras, en la riqueza verbal. El humor suele ser una de las vías de expresión más felices, lo que no sorprende a cuantos conocemos su afición al microrrelato, a encontrar un sentido nuevo en pocas palabras. Apenas un ejemplo, que es como sacar una perla de un rico joyero: “el orbayu, esa congoja de humedad que se apodera del aire un día, y otro día” (pág. 154).
Como vivimos tiempos en que reina la disonancia cognitiva, que obligan a sobrevivir en una realidad sociocultural llena de hechos contradictorios, sea en política (la sedición no lo es) o en deportes (el mundial de fútbol de Catar fue el mejor de la historia, si bien costó cientos de muertes de trabajadores inmigrantes), la literatura ofrece un pasamanos para no resbalar en esa realidad congelada por la ambigüedad.
Y esta obra de Juan Pedro Aparicio viene a ofrecer en este momento unos textos que hacen reflexionar sobre la antesala emocional y política de nuestro presente, cuestionada por la ignorancia y la conveniencia, la guerra civil, la posguerra, la transición, y el estado anímico de la sociedad a fines del XX. El prólogo de José María Merino es de lectura imprescindible.