La fotografía y la muerte han sido dos constantes en la obra del historiador del arte Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977). También las teorías sobre la imagen han tenido una presencia recurrente en libros como Intento de escapada (2013) o El instante de peligro (2015), donde las consideraciones sobre la ética y la estética del arte inclinaban las ficciones hacia un tono ensayístico. La desgarradora El dolor de los demás presentaba un poso autobiográfico mucho más contorneado que el que dejó entrever en obras anteriores: relataba el espantoso episodio de su mejor amigo en la adolescencia, que asesinó a su hermana y se suicidó arrojándose por un barranco.
En Anoxia, su nueva novela publicada en Anagrama, ha alcanzado el equilibrio perfecto. La fórmula ha consistido en desprenderse de la erudición y la confidencia personal para dejar paso a una gran historia. En un pueblo de la costa del Mar Menor, donde las inundaciones han dejado imágenes estremecedoras de peces muertos o boqueando en las playas, Dolores recibe el encargo de fotografiar a un difunto. La persona que está detrás es Clemente Artés, un anciano obsesionado con la pervivencia de "la imagen última" que va a cambiar su vida.
La tradición de la fotografía mortuoria es el impulso de una misteriosa trama que coquetea con el thriller, aunque lo más valioso reside en la sutileza con la que Hernández aborda las consecuencias emocionales del duelo y las reflexiones acerca del "poder de las imágenes para resucitar el pasado". En la decadencia de la fotografía como negocio artesanal (y familiar en el caso de la protagonista, que se ha quedado viuda) atisbamos también la disolución de toda una época: el mundo analógico, devorado por la presencia omnívora de la realidad digital, que ha convertido nuestras vidas simplemente en otras.
[Miguel Ángel Hernández o cómo fotografiar a un difunto en el día de su entierro]
Si no fuera por el respeto que muestra y la mirada que arroja sobre la disciplina artística, podría parecer que la fotografía fuese un mero pretexto para ahondar no solo en la poética de las imágenes, su capacidad exclusiva para retener el tiempo y devolvernos la parte capturada del pasado, sino también para indagar en las enfermedades del alma y descubrírnoslas con toda nitidez. Hernández utiliza los resortes narrativos a su alcance —los que se circunscriben a la ficción— para ofrecernos un verdadero caleidoscopio de la condición humana a través de sus inabarcables personajes.
"Ha sido lo más difícil", reconoce Hernández al otro lado del teléfono. Se refiere al modo de afrontar las convenciones clásicas del género novelístico. A tenor de su encendida defensa de la siesta en un ensayo reciente también publicado por Anagrama, nos sorprende que nos cite a las 16 horas, pero antes de entrar en materia aclara que a esas horas ya ha podido descansar un rato. Intuimos que sus ritmos habituales se han visto modificados cuando nos comunica que se encuentra en Grenoble (Francia).
Pregunta. ¿Puede contarnos qué hace allí?
Respuesta. Claro. Esta semana participo en un intercambio de profesores de varias universidades que se enmarca en el programa Erasmus Plus. Estamos hablando sobre autoficción y novelas de no ficción con unos estudiantes de máster que han leído El dolor de los demás.
P. Su visita responde entonces a motivos literarios más que “artísticos”, aunque esta diferenciación es espinosa, por cuanto reduce lo artístico a las disciplinas correspondientes a su formación. Pero la literatura también es un arte, ¿no?
R. Parten del mismo impulso, pero el modo en que las afronto es diferente. Cuando hablo de literatura, siento que formo más parte del asunto creativo que cuando hablo de arte, donde permanezco en el papel del crítico o el analista. Me gusta más hablar de literatura porque lo llevo más dentro.
P. Sin darnos cuenta, hemos empezado la entrevista.
R. Es verdad (risas)
P. ¿Podríamos decir que este es el libro que obedece más escrupulosamente a la ficción en toda su obra?
R. Sí. Es mi novela más clásica: los personajes no tienen nada que ver conmigo y la trama es inventada, mientras que las anteriores parten de cuestiones autobiográficas y tienen una trama más ensayística.
P. ¿Esta obra, que efectivamente se ajusta más a las convenciones de una novela, le libera de la etiqueta de autor de culto?
R. En realidad, trato de escribir lo que quiero en cada momento. No he escrito la novela para liberarme de nada, sino que la historia a veces impone la forma. Y esta salió así. Lo que sí quería era liberarla del poso evidente de la reflexión, que eso quedara por debajo. Las referencias y la teoría de la imagen están, porque es imposible que yo escriba algo sin que eso esté, pero he tratado de limpiarlo hasta el punto de que no lastre la historia de Dolores. Con Instante de peligro e Intento de escapada esto estaba al nivel de la superficie, demasiado latente. Esta también es una novela de ideas, pero están soterradas.
P. En todo caso, ¿qué relación actual mantiene con la fotografía y de qué modo está emparentada con su condición de historiador del arte?
R. Mi relación con la fotografía es la de un amateur que admira ese arte; nunca de un profesional, ni mucho menos. Los cursos de fotografía y daguerrotipo que he hecho ha sido para poder hablar de ello con conocimiento de causa, pero no lo practico más allá de lo que hace todo el mundo, soy muy mal fotógrafo. Me interesa mucho más la teoría o la reflexión sobre la imagen: cómo se ha transformado, la importancia de lo digital… Pero en este caso la protagonista no es una teórica, ni siquiera una artista. Es una fotógrafa de estudio, así que lo importante era que esas teorías estuviesen puestas en práctica, siempre por debajo.
P. “Una fotógrafa de pueblo”, según ella reivindica. No tiene éxito, pero es una apasionada que lo practica con mucha dignidad.
R. Es una de las claves que atraviesa la relación que tiene Dolores con la imagen. Es una relación natural y casi inmediata, nunca mediada por el arte o la idea de hacer imágenes con un sentido estético. Ella no sabe exactamente lo que hace, contempla la función social de la imagen, algo que nos hace relacionarnos con el pasado o con el entorno, y las reflexiones estéticas son lo de menos. Lo importante es cómo nos ayuda. Por eso ella está orgullosa de que ser una fotógrafa que utiliza una foto para que tenga un efecto en el mundo en el que vive.
"Los espacios artísticos son como templos donde frenamos el ritmo de la ciudad"
P. Además de testimoniar el pasado, la fotografía se rebela contra la tiranía de la velocidad en nuestros tiempos, donde todo es tan efímero, y tiene como objetivo la pervivencia. ¿Considera que el arte debe cumplir esta función?
R. Realmente es uno de los lugares en que el tiempo se frena. Los espacios artísticos en general son como templos donde frenamos el ritmo de la ciudad: nos quedamos un tiempo delante de un cuadro, nos demoramos… El arte genera experiencias temporales diferentes que nos hacen ser conscientes del tiempo para ser sujetos soberanos. Desde el conejo de Alicia en el país de las maravillas, no llegar a tiempo es una de las cuestiones generales del presente. Ni siquiera hay tiempo para la reflexión, y es un drama no tener tiempo ni para saber quiénes somos.
P. Hablando del tiempo, ¿cómo cree que ha evolucionado nuestra concepción de la imagen desde lo analógico hasta la actualidad digital? ¿La sobredosis visual a la que estamos sometidos ha propiciado su desprestigio?
R. Sí, estamos tan saturados de ellas que no les concedemos su importancia. La diferencia a tener en cuenta es que la imagen analógica es un cuerpo y la digital es un dato. Ahora las imágenes no ocupan espacio, por eso malgastamos su significado y su potencia. Incluso las desperdiciamos: hacemos cuarenta fotos de un plato de comida. Las imágenes importan, y una de las tareas del arte es resignificarlas para que puedan volver a decir cosas.
P. La mirada nostálgica hacia lo analógico está muy presente, pero es una nostalgia desdramatizada.
R. Sí, porque hay un intento de rescatar técnicas antiguas. Pero no quiero que la nostalgia sea conservadora y nos ancle en el pasado, sino que sea una nostalgia productiva que nos ayude a caminar hacia adelante.
"Ahora las imágenes no ocupan espacio, por eso malgastamos su significado y su potencia"
P. El personaje de Clemente Artés, obstinado en la recuperación de la fotografía post mortem, sí concede a las imágenes esa importancia de la que habla. ¿Pero ha pensado en que esto a alguien le podría resultar siniestro?
R. Sí. Este es uno de los miedos que tenía y que todavía tengo. También era uno de los desafíos que me planteaba cuando escribía la novela, porque a mí ese asunto me fascinaba, pero al mismo tiempo sabía que uno de los motivos por los que me interesaba tanto podía derivar hacia el morbo, lo macabro… Pero rápidamente descubrí que esa tradición tiene que ver con lo afectivo. Al fin y al cabo, esas fotografías eran reliquias, actos de amor que se realizaban hacia aquel ser a quien más se ha querido.
>>Esas imágenes se vinculaban con el espacio íntimo; no con el de exposición, que es como lo vemos hoy. Al cambiar de contexto esas imágenes, nuestra relación con ellas es totalmente diferente y soy consciente de que uno de los atractivos para según qué público lector pueda ser esa idea de lo morboso y casi lo gótico, pero desde luego no es el modo en que quiero plantear la lectura de la tradición.
P. Por otro lado, ¿qué papel juega la atmósfera, un tanto desasosegante y apocalíptica, que recrea? ¿Esa incertidumbre constante que planea sobre el pueblo funciona como trasunto de la omnipresencia que tiene la muerte, que domina la trama principal?
R. Es curioso, porque cuando empecé a concebir la historia las inundaciones no habían sucedido. Yo imaginé la historia de una fotógrafa en un pueblo costero en invierno. Por cercanía, lo situé en el Mar Menor y justo cuando estaba diseñando la historia, llegaron las lluvias y los episodios tremendos de los peces muertos en la orilla. Me di cuenta de que no podía escapar a aquello que estaba sucediendo, así que situar la historia allí también conllevaba mirar a la realidad.
>>Me di cuenta de que tenía que ver mucho con la novela porque también era un entorno que estaba muriendo. Los peces muertos se parecen a los difuntos que fotografía Dolores y todo está muy relacionado con la idea de la pérdida de oxígeno que atraviesa la trama: una sociedad que no puede respirar. De este modo, el entorno no es solo un decorado, sino que se convierte en un personaje más que está reclamando su presencia en la trama.
"La muerte es la amenaza constante sobre ese estado ilusorio de felicidad que nos hemos montado"
P. ¿Cree, como Clemente Artés, que vivimos tiempos en los que hay una aversión de la muerte?
R. Sí. Queremos expulsar a la muerte lo antes posible de nuestras vidas. Llevamos rápidamente el cadáver al tanatorio y al cementerio, que ya no es un lugar de encuentro sino un lugar de olvido. Incluso evitamos las conversaciones sobre ello porque rompe nuestro bienestar y nuestra alegría. Esta idea del memento mori fue fundamental en otras épocas: por ejemplo, los barrocos supieron ver muy bien que la carne perece y que las riquezas no nos van a servir de nada en el otro mundo. Sin embargo, en la nuestra nos hemos quitado a la muerte de en medio. Es curioso, porque últimamente en la literatura y el cine hay bastantes reflexiones sobre la muerte.
P. ¿A qué cree que se debe?
R. Parece necesario pensar en todo lo que rodea a la muerte porque aunque nos pille desprevenidos, es nuestra única certeza. La muerte nos dice que vivimos de prestado, es la amenaza constante de ese estado ilusorio de felicidad que nos hemos montado como si fuésemos eternos. Cuando suceda la muerte de la gente queremos, tenemos que buscar las herramientas para consolarnos. Creo que la novela también va de eso en última instancia. Va de la muerte, pero también del consuelo. ¿Qué ocurre con los que nos quedamos aquí? ¿Cómo sobrellevar eso para lo que no estamos preparados? Pues con imágenes, con lugares, con palabras… Se trata de asumir lo que es inasumible.
P. ¿Es necesario reconciliarse con la muerte para expiar el dolor que la propia muerte ha causado?
R. El caso de Dolores es el ejemplo que propongo. Su relación con la muerte es traumática: tiene un vacío constante porque no la acepta. Sin embargo, esa imagen que no se ha atrevido a generar está en los difuntos que fotografía, y eso es lo que le hace reconciliarse y volver a respirar tras una gran pérdida. A veces somos conscientes de nuestro dolor cuando lo vemos en los otros. El proceso de identificación que nos define como personas consiste en esa empatía: el dolor de los otros nos ayuda a entender el nuestro.
P. Ese vacío de Dolores está determinado por la culpa. El modo en que administra ese sentimiento, dosificando su presencia sin explicar la causa a las primeras de cambio, me recuerda al propio comportamiento de la culpa, que es omnipresente y te recuerda que sigue ahí… ¿Hay una ambición metafórica o es simplemente una argucia para mantener la tensión narrativa?
R. En principio, quería aplazarlo para justificar el sentido narrativo, como dices. Pero también es verdad que es algo que ella siente, pero no sabe muy bien si lo siente, está siempre en claroscuros. La culpa nos posee como un virus, pero no es algo evidente, visible o racional. La responsabilidad es otra cosa. Somos responsables porque hemos ocasionado un daño a alguien, pero a veces nos sentimos culpables sin ser responsables.
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P. Clemente y Alfonso son los individuos que, respectivamente, revitalizan el ánimo y la sexualidad de Dolores. ¿Pensó en estos personajes como vectores del alma y el cuerpo de Dolores? Por cierto, el cuerpo femenino va conquistando espacio conforme avanzan las páginas de la novela.
R. Sí. Clemente despierta la mirada y la pasión por la fotografía, mientras que Alfonso despierta otra parte de ella que es el cuerpo: el deseo y el sexo que ella misma había contribuido a que se durmiese. Lo bueno es que ella, en los dos casos, acaba llevándoselo a su terreno. No es dependiente de ninguno, sino que mira por sí misma.
P. En medio de toda una atmósfera vinculada con la muerte, está palpitando la vida: una mujer que logra salir adelante después de un episodio funesto. ¿Diría que esta es una historia vitalista?
R. Prefiero decir que es una historia luminosa, a pesar de la oscuridad. La luz está puesta para que ilumine, no para que ensombrezca. En el fondo, las historias también son el camino hacia el que van. Creo que es una historia feliz, pero a veces las historias felices tienen que salir de lugares muy oscuros. Es una novela que comienza con la falta de oxígeno, pero tiene una salida esperanzadora. Lo que pasa es que para respirar hay que hacer el camino. Es como cuando uno sube una montaña: al principio te quedas sin aire, pero cuando llegas arriba ves el paisaje.