Leer a Ottessa Moshfegh (Boston, 1981) es entrar en la desarmonía y en lo más grotesco de nuestras sociedades. Su última novela, Lapvona, ha horrorizado a parte de la crítica y admirado a sus incondicionales, que proclaman su escritura como sublime y poderosa. Por el lado siniestro advertimos una obra comparable al cine gore, con profusión de salpicaduras sangrientas y un espeluznante canibalismo. Pero lo que no se pone en duda es el genio desmedido de esta novela nihilista, obscena y provocadora.

Lapvona

Ottessa Moshfegh

Traducción de Inmaculada C. Pérez. Alfaguara, 2023. 315 páginas. 19,90 €

Quizá esta es la clave de la impiedad de Moshfegh: la autora señala la monstruosidad del mundo para llevarla hasta los límites de lo atroz y dejar en carne viva la barbarie humana. Una especie de niño monstruo, Marek, es el protagonista de Lapvona, el nombre de la aldea medieval de esta alegoría sin buenos sentimientos. Los habitantes de un territorio maldito, carentes de todo, rinden vasallaje a Villiam, un señor codicioso, infantil, promiscuo y cruel, que disfruta con la humillación de sus súbditos.

En esta sociedad distópica las deformidades físicas y morales son moneda corriente. Marek tiene trece años y es descrito como “contrahecho, con la columna torcida por la mitad, de forma que el lado derecho de la caja torácica le sobresalía del tronco”. Como un perro extraviado y mugriento, el hijo de un incesto y de una madre sin lengua deambula por la aldea hasta que su destino cambia; a través de Marek se representa una sociedad primitiva, cargada de supersticiones, servilismo y masoquismo religioso. Mosshfegh sabe que las fabulaciones sin límites precisos en el espacio y en el tiempo están de moda en las series televisivas.

En el tiempo bárbaro de Lapvona, la autora norteamericana ha pasado del “realismo sucio” de sus relatos en Nostalgia de otro mundo, a una civilización impura y degradada con algunos elementos no tanto mágicos, como asombrosos. La vieja Ina, ciega y medio bruja, de cuyos pechos mana incansablemente leche, ha sido la nodriza del pueblo y sigue amamantando a los adultos que se acercan a ella. Este personaje, que recupera la vista cuando amamanta, es el menos frustrado de la deteriorada humanidad de un submundo donde la religión es una farsa dirigida por un sacerdote truhan, a las órdenes del señor del territorio.

Nadie se libra de la promiscuidad y de unas conductas primitivas. Jude, el padre adoptivo de Marek, violará a la joven madre del chico y, llegada una terrible hambruna, practicará el canibalismo. Sin embargo Jude ama a sus ovejas y a los caballos y se flagelará por sus pecados. No tan lejos de las prácticas inmundas del nazismo, aquí hay gentes oscuras y, también, unos extranjeros rubios, más jóvenes y fuertes, persuadidos de su poder para asesinar y dominar.

¿Puede la narración de una civilización degradada tener belleza literaria y reflejar nuestra humanidad?

¿Puede la narración de una civilización degradada tener belleza literaria y ser un sombrío reflejo de nuestra humanidad? Si comparamos esta novela con Esperando a los bárbaros, de Coetzee, encontraremos similitudes. El autoritarismo, la crueldad y la carencia engendran la monstruosidad y la violencia. Y en medio de la barbarie, la naturaleza aparece como un paraíso perdido. Las descripciones de la vida natural dan a este libro una consistencia estética, que las sombrías creaciones gore no pueden tener.

Si Moshfegh ha querido llevar hasta sus últimas consecuencias una historia gótica, habría que preguntarse si todos los horrores descritos, entre la ironía grotesca y la provocación, no se parecen a algunas imperfecciones morales del mundo de hoy. Se ha comparado la novela con la pintura de Bacon; quizá se podría ver en ella otro cuadro: El grito, de Munch.