A mediados del siglo pasado, el nombre de Joseph Mitchell (1908-1996) era referencia obligada en el periodismo norteamericano cuando de calidad y rigor profesional se trataba. Había nacido en Carolina del Norte pero emigró a Nueva York sin llegar a terminar sus estudios en la prestigiosa universidad de Chapel Hill, con la intención de convertirse en cronista político. Corría el año 1929 y tras un periplo por distintas cabeceras —The World, New York World-Telegram, y The New York Herald– recaló en 1938 en The New Yorker, donde trabajaría los siguientes 50 años.
Sus narraciones literarias están tan impregnadas de los fundamentos y rigor del artículo periodístico que sitúan a Mitchell como el más genuino predecesor de lo que décadas más tarde, y por mor de Tom Wolfe, vendría a denominarse "Nuevo Periodismo". Este volumen es el ejemplo palpable y definitivo de tal afirmación.
Más allá de los decimonónicos Henry James y Edith Wharton, la ciudad de Nueva York, cuando de literatura se trata, es inmediatamente relacionada con escritores como J. P. Donleavy, Paul Auster e incluso el propio Salinger, condenando al ostracismo a Mitchell, quien la convirtió en epicentro de sus narraciones.
El secreto de Joe Gould, su obra más popular, también traducida por Anagrama (Stanley Tucci dirigió la versión cinematográfica en el año 2000), que narraba la vida del irrepetible Joe, se desarrolla casi en su totalidad en Manhattan, donde vivía el protagonista. Resulta lógico, como menciona Lucy Sante en el breve pero interesante "Prólogo", que Ulises de Joyce fuera el libro de cabecera de Mitchell, un libro que, más allá de Leopold Bloom y Stephen Dedalus, tiene por protagonista Dublín.
Como en Joe Gould, también es Nueva York, o para ser más precisos, el puerto de Nueva York y sus alrededores, el escenario de las seis historias recopiladas en este magnífico El fondo del puerto. No el actual puerto de Nueva York con sus impresionantes cargueros y millones de contenedores apilándose en Newark, a casi 40 kilómetros de la capital, sino el viejo puerto de Manhattan. El puerto donde llegaban los barcos de pescadores y se comercializaban las capturas conseguidas en el propio Hudson y la costa limítrofe, con aguas tan abundantes en moluscos y ostras que en tiempos pretéritos fueron alimento de los menos afortunados.
[Las tabernas de Joseph Mitchell]
Las seis piezas, donde se conjugan con idéntica dosis recursos narrativos y ensayísticos, fueron escritas entre 1952 y 1959 y en cierta forma parecen presagiar lo que ocurriría pocos años más tarde. Las viejas instalaciones portuarias cantadas y contadas por Mitchell permanecieron en pie hasta los años 60, cuando fueron desmantelados el histórico Washington Market y el resto de edificios colindantes para construir edificios de oficinas y apartamentos.
He mencionado El secreto de Joe Gould, donde el protagonista, un vocacional escritor real que vivió en el Greenwich Village en el mismo momento en el que acontecen estas historias, pretende plasmar la deriva de la vida moderna en una obra que se titulará "Historia Oral". Y eso son precisamente, "historias orales", las seis piezas que nos presenta el volumen. Las narraciones en primera persona en cada uno de los relatos confieren una singular cualidad de verosimilitud a todos ellos.
No es la única constante que encontramos, pues la estructura también responde a patrones similares: Mitchell ambienta y sitúa espacial y temporalmente la historia y a continuación es un personaje tan real como socialmente anónimo quien adquiere protagonismo narrando tanto su propia historia como la de personajes secundarios que aparecen en el desarrollo argumental.
Las descripciones de los personajes son de un realismo que recuerda a Mark Twain. Leemos en el primer relato, "En el viejo hotel": "Louie es un hombre robusto de un metro setenta. Su cara recuerda la de un búho: la nariz aguileña, las cejas espesas y unos ojos grandes, castaños y observadores. Tiene el pelo cano y la tez rojiza, cuajada de pecas y manchas de vejez" (p. 23).
En todas estas historias encontramos una buena carga de nostalgia sobre los tiempos pasados de Nueva York
En todas ellas encontramos historias con una buena carga de nostalgia sobre los tiempos pasados, alternando el desconsuelo de algunos pasajes con otros más optimistas e incluso premonitorios, como en "El fondo del puerto" —publicado en 1951—, que presta su título a todo el volumen: "En todas partes va todo a peor. Cuando yo era joven, soñaba con el día en que podríamos volver a criar ostras en el puerto. Hoy ya he aceptado que ese día no va a llegar. Ni siquiera me preocupa la contaminación. Lo único que espero es que no se les ocurra ensuciar el puerto con algo mil veces peor" (p. 79).
"Patrón de arrastre" me ha resultado el más interesante, al ser una síntesis de todas las virtudes de este irrepetible narrador. En él nos narra la vida de Ellery, un sencillo pescador que lograra alcanzar una dimensión tan épica como el capitán Ahab sin necesidad de recurrir a la tragedia. Porque, asumida su vocación de cronista urbano, esa es la intención del autor, elevar a la categoría de héroes a personajes cotidianos que saben desarrollar bien su trabajo.
Ese es el motivo que volvemos a encontrar en "Los ribereños" o "La tumba del Hunter", relato este último en el que Mitchell recorre un cementerio junto al señor Hunter, conociendo la vida de quienes descansan en la última morada, algunos de ellos soldados en la Guerra de Secesión, y, al mismo tiempo, la flora del lugar.
El tercer título, "Treinta y dos ratas de Casablanca", es el relato, si así puede calificarse, más extraño y disgusting que he leído, y solo un genio como Mitchell es capaz de salir airoso de un tema como el tratado. La trama es un estudio sobre los tres tipos de ratas de Nueva York —la negra, la parda, y la alejandrina— y narra el problema que causó la llegada en 1943 del vapor francés Wyoming desde Casablanca con ratas infectadas de peste. Se pusieron centenares de trampas y analizaron las ratas apresadas; por suerte "ninguna rata había desembarcado del Wyoming y la ciudad estaba a salvo" (p. 99).
De igual forma que Mitchell guía al lector por estas historias, los naturales del lugar le guían a él por una realidad que hoy tan solo existe en el legado literario que nos dejó este periodista atípico, singular y enamorado de la ciudad de Nueva York, de la antigua ciudad de Nueva York, y las gentes que la poblaron cuando la dimensión del tiempo era tan distinta que cualquiera podía detenerse y disfrutar de una buena conversación con los amigos… y con desconocidos.