La fatwa de 1989 del ayatolá Jomeini contra Salman Rushdie por su novela Los versos satánicos (1988) representó una doble condena para el novelista nacido en 1947 en Bombay y de orígenes culturales musulmanes: por una parte, le obligó a mantenerse alejado de la vida pública durante más de una década, y por otra, motivó que su nombre y su obra siempre permanecieran ligados a tan repudiable sentencia.
El pasado verano su nombre volvió a ocupar portadas en los periódicos de todo el mundo debido al terrible apuñalamiento que sufrió en Nueva York, mientras pronunciaba una conferencia sobre las bondades de los Estados Unidos como lugar de refugio para escritores perseguidos en todo el mundo por razones políticas o religiosas. Las dieciocho puñaladas sufridas entonces a punto estuvieron de costarle la vida y finalmente parece ser que ha perdido la visión de un ojo y la movilidad de una de sus manos. Para entonces, su decimoquinto título, Ciudad Victoria, que se acaba de poner a la venta de forma conjunta en todo el mundo, ya estaba finalizado.
La novela se encuadra en la más genuina línea literaria del autor en lo relativo al modelo narrativo próximo al realismo mágico, su gusto por la literatura oral, el exotismo inherente a la ambientación oriental, o a su pasión por mimetizar la realidad histórica con la narración más imaginativa que nadie pueda soñar. Y todo ello, convenientemente aderezado con una proporcionada dosis de posmodernismo en el particular uso del espacio, del tiempo, y, sobre todo, del papel del narrador como intermediario entre la verdadera autora del texto, Pampa Kampana, y el lector.
Me explico. Fue Pampa Kampana quien escribió la historia de la ciudad de Bisnaga, epónimo del imperio de Vijayanagara, que ella misma creó/ plantó: “en el principio de los tiempos, Pampa Kampana había plantado en sus antepasados historias de ficción, y con su fértil imaginación había creado una ciudad entera” (pág. 185). Viendo próxima su muerte, enterró el Jayaparajaya con su narración, una suerte de singular saga, y el texto fue recuperado y reescrito como idolopeya narrativa por el anónimo autor de Ciudad Victoria en el siglo XXI.
¿Quién fue Pampa Kampana? Una niña que a los nueve años vio cómo su madre se lanzaba a una gigantesca hoguera, siguiendo el ejemplo de las viudas de los centenares de guerreros muertos en una de las habituales batallas vecinales en la India de comienzos del siglo XIV.
Más allá del hilo argumental, compuesto de historias ficticias, la narración es susceptible de ser leída y entendida como una metáfora del mundo actual
El horrible espectáculo de la colectiva inmolación motivó que la niña se negara a hablar durante años hasta que la diosa Parvati se incardinó en su cuerpo y le ofreció unas semillas que, convenientemente plantadas, darían como fruto una nueva ciudad, unas nuevas gentes, un nuevo imperio: “Vamos a suponer que tenéis unas semillas. Y vamos a suponer que pudierais plantarlas y que de ellas saliera una ciudad y que pudierais cultivar también sus habitantes,... y vamos a suponer que de esas semillas pudieran salir generaciones y engendrar toda una historia, una realidad nueva, un imperio” (pág. 23).
Esa realidad nueva será su imperio, que durará lo que duró su vida (1318-1565), y las guerras, cuestiones relativas a la sucesión dinástica, envidias palaciegas, rencillas familiares… irán conformando los doscientos cincuenta años que abarca la narración, pues Pampa Kampana vive en “una eterna juventud [que] es una especie de condena” y se siente como “un fantasma dentro de un cuerpo que se niega a envejecer” (pág. 189).
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El libro está dividido en cuatro partes –“El nacimiento”, “El exilio”, “La gloria”, y “La caída”– de desigual longitud e interés. La sucesión de distintas historias relativas a los gobernantes de Bisnaga parece evocar los relatos de Las mil y una noches, si bien el contenido fantástico está más relacionado con asuntos humanamente bélicos de distinta índole que con historias de lámparas mágicas y alfombras voladoras, aunque “la mayoría de la gente consideraba esa historia un simple cuento de hadas” (pág. 186).
Sin embargo, encontraremos abundante fantasía en la segunda parte, escrita en forma de fábula con los moradores de una suerte de bosque “de naturaleza encantada” (pág. 143), habitado por pájaros parlanchines socialmente estratificados o por monos con los mismos colores que las razas humanas.
Más allá del hilo argumental, compuesto de historias ficticias, la narración es susceptible de ser leída y entendida como una metáfora del mundo actual. En los primeros compases se nos plantean los interrogantes “¿Qué es un ser humano?, ¿Qué nos hace ser lo que somos?” (pág. 30), a los que las siguientes trescientas páginas intentarán dar respuesta en una narración –¿debiera llamarla cuento?– que transcurre siguiendo los mismos patrones que el contar historias a un niño. Sin embargo, el modelo de narración infantil oculta significantes más que interesantes, como las implicaciones de la codicia humana, los deseos de poder, o las pasiones personificadas en los distintos miembros de las tres dinastías que reinarán.
Durante la lectura de esta magna novela de tintes épicos nos vemos transportados a un mundo en el que “las palabras son las únicas vencedoras”
También resultan muy significativas las continuas referencias a la integración social de la mujer en postulados próximos al feminismo. La diosa “había instado a Pampa a luchar por un mundo en que los hombres empezaran ‘a ver a la mujer con otros ojos’” (pág. 108). Es por ello que la protagonista reivindica continuamente el papel de la mujer, cuando menos tan hábil y capacitada como los hombres para gobernar su imperio e incluso para combatir –la guardia del palacio está compuesta por mujeres–.
Su comportamiento en las relaciones es similar al tradicionalmente asignado a los hombres, desde su matrimonio, no por amor sino por el interés de su imperio, hasta mantener relaciones con más de un hombre –entre sus cometidos está el de “supervisora de asuntos sexuales” (pág. 99)–. Con su primer esposo tuvo tres hijas, con el segundo, hermano del primero, tres hijos menos capacitados que sus medio hermanas para gobernar el imperio.
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“Entonces ¿por qué no permitir que nos gobierne una mujer? Negar esta posibilidad es una postura insostenible. Es preciso repensarla” (pág. 109). Sus intenciones, siguiendo las directrices de la diosa, eran instaurar “una dinastía de muchachas que gobernaran el mundo” (pág. 275) y cambiar la tradicional visión por la que “A un hombre fuerte se lo admira como líder, pero a una mujer fuerte se la denigra como arpía” (pág. 236).
Tal vez Ciudad Victoria no logre la dimensión literaria de títulos anteriores como Hijos de la medianoche y, en ocasiones, la trama resulte artificialmente dilatada con situaciones algo repetitivas. Sin embargo, Salman Rushdie es un verdadero maestro a la hora de contar historias que atrapan al lector en una tela de araña delicadamente urdida. Es por ello que durante la lectura de esta magna novela de tintes épicos, aparentemente de aventuras y amores, pero profundamente conceptual, e incluso existencial, nos veremos transportados a un mundo en el que “las palabras son las únicas vencedoras” (pág. 360).