Estrenarse con un libro de Claudia Piñeiro (Buenos Aires, 1960) es una alegría y un gozo (que diría Augusto Monterroso, referencia nada casual, como comprobarán si se asoman a estas páginas). Comencemos por presentar el perfil de la escritora que pone en marcha la fascinante y disparatada historia contenida en El tiempo de las moscas, su última novela.
Ella es dramaturga, guionista y narradora, leída, valorada y reconocida dentro y fuera de su país por una abrumadora legión de lectores. Títulos como Tuya, Las viudas de los jueves, Catedrales, Elena, sabe… son excelentes ejemplos de un modo de fabular que fusiona de manera única el género negro, el humor (de idéntico tono), la imaginación y una mirada sancionadora a la condición humana.
Sus batallas plantan cara a diferentes versiones de la injusticia, las libran mujeres que encaran sus historias como pueden, a veces de la peor manera, y fluyen con una intensidad y un ritmo tales que empujan a entrar en ellas de manera inmediata. Una vez dentro (podrán corroborarlo) no hay respiro.
Sigamos ahora con una muestra de lo que podemos adelantar de El tiempo de las moscas. La acción está por empezar cuando sale de prisión Inés, tras una condena de quince años, por matar a la amante de su marido. Un año después se desata la trama y, con ella, el despliegue de planos temporales, espaciales y temáticos que contiene el argumento. En este tiempo la realidad ha cambiado (sobre todo las mujeres –piensa–, los hombres no tanto) y ella debe “reinventarse” y buscar un nuevo oficio.
En la cárcel tuvo oportunidad de leer mucho y de aprender sobre insectos (las moscas le apasionan) y fumigaciones, y decide montar una empresa de “control inofensivo de plagas”. Para esto se apoya en su mejor amiga, “la Manca”, a quien conoció en prisión, experta en el oficio de investigar paraderos.
Hay un “coro” de mujeres que interviene como una asamblea que, al hilo del argumento principal, discute sobre cuestiones relativas a las fuerzas tangenciales de la novela
En ese afán de Inés por reinsertarse y olvidar que tiene una hija de la que nada sabe, esta moderna Medea se ve frente a una tesitura inesperada: una clienta le ofrece mucho dinero a cambio de que le consiga un veneno porque necesita acabar (dice) con la amante de su marido. Extraña similitud (piensa), pero la oferta es tentadora por todo lo que podría resolver en la vida de las dos amigas.
Ahora bien, deben evaluar sus posibles consecuencias y someter el caso a una investigación de la que irán surgiendo hilos que harán que todo cambie en esta historia y las piezas vayan encajando (de un modo u otro) para sus protagonistas.
Pero hagamos un alto: no son ellas las únicas con voz en este reparto. Hay un “coro” de mujeres que, como en la Medea de Eurípides, la tragedia que inmortalizó el deseo de venganza de esta hacia su marido, interviene como una asamblea que, al hilo del argumento principal, discute sobre cuestiones relativas a las fuerzas tangenciales de la novela y nos recuerda que todos los ingredientes que van asaltando la trama proceden del dilema inicial: Inés y la superación del dolor y de la culpa.
Inés piensa mucho en las moscas, le fascina que su tiempo pasa cuatro veces más lento que el de los humanos, y a ella le hubiera gustado tener más tiempo, para pensar más y equivocarse menos. “El mundo sería otro si tuviéramos el tiempo de las moscas”, piensa.
No diremos más. Intenten armar con esto un relato posible sobre mujeres, madres e hijas, el propio dolor (porque cada dolor es diferente), las relaciones familiares, la amistad, el amor (vaya una a saber qué es)…
Y ahora sí: abramos paso a los lectores.