Estados Unidos es por muchos motivos un país admirable, pero no carece de lados oscuros, entre los cuales se halla su extraordinaria tasa de homicidios, altísima en comparación con la de cualquier otro país desarrollado. ¿Cómo se puede explicar esto? Los expertos no tienen duda: el factor principal es la sobreabundancia de armas de fuego en manos privadas. Un ciudadano estadounidense tiene veinticinco veces más probabilidades de recibir un balazo que cualquier otro ciudadano del mundo rico. Todo ello es archisabido y sin embargo no se encuentran soluciones que atemperen el problema, pues resolverlo del todo no es posible, ya que no se pueden confiscar los casi 400 millones de armas de fuego que los estadounidenses tienen en sus casas.
Esta es la cuestión que Paul Auster (1947), uno de los grandes novelistas de nuestro tiempo y también ensayista, aborda en un breve libro recién publicado también en América. Este incluye fotografías de Spencer Ostrander (1984), sobrias imágenes en blanco y negro de los escenarios de treinta tiroteos masivos, inquietantes por su frialdad que excluye las figuras humanas y cualquier alusión directa a las tragedias que allí se vivieron. No hay frialdad alguna, en cambio, en el texto de Auster, que incluye la alusión a un drama familiar que su padre le ocultó: su abuela había matado de un tiro a su abuelo, que le había dejado por otra mujer.
Recuerda Auster que en su país sigue habiendo accidentes de circulación, pero que su incidencia se ha reducido muy considerablemente en las últimas décadas y que nadie se ha opuesto a las medidas legislativas adoptadas para lograrlo. Si no ha ocurrido así en el caso de las armas es porque se ha convertido en una de las batallas en la guerra cultural que asola Estados Unidos en los últimos años.
[Paul Auster: "Exponer los crímenes de Estados Unidos ha sido una batalla durante mucho tiempo"]
Para un gran número de ciudadanos el derecho a la posesión de armas es una libertad fundamental, que consideran amenazada por los demócratas partidarios del intervencionismo estatal. De hecho, la segunda enmienda a la Constitución defiende el derecho a "portar armas" pero Auster sostiene, con buen criterio, que se refiere al contexto de las milicias ciudadanas, apoyadas por los recién independizados estadounidenses frente al peligro que veían en la constitución de un ejército nacional.
Por otra parte, el uso de las armas de fuego no era tan común como lo presentaban las películas del Oeste, a las que Auster era en su infancia muy aficionado. Un duelo a tiros era en realidad muy insólito en los pueblos del "salvaje Oeste". Y hace medio siglo la Asociación Nacional del Rifle era una agrupación de deportistas, no un poderosísimo lobby opuesto a la más mínima restricción en la venta de armas.
No hay frialdad alguna en el texto de Auster, que incluye la alusión a un drama familiar: su abuela había matado de un tiro a su abuelo
La irracionalidad llegó a tal extremo que en 1996 el Congreso prohibió que se subvencionaran investigaciones que pudieran estar encaminadas a demostrar que la posesión de armas de fuego contribuye a incrementar la tasa de homicidios. A pesar de todo, hay algún hecho positivo: hace medio siglo la mitad de las familias estadounidenses poseían armas de fuego, mientras que hoy solo un tercio las poseen.
Las matanzas indiscriminadas que se reproducen en escuelas, iglesias y otros lugares públicos son el aspecto de la cuestión que más impacto tiene en la opinión pública, y Auster le presta la debida atención. En muchos casos, no en todos, las protagonizan jóvenes solitarios que se sienten agraviados por la sociedad y han desarrollado un odio universal. A veces, como en los ataques dirigidos a iglesias afroamericanas, sinagogas o centros comerciales frecuentados por mexicanos, hay un componente de odio racista o xenófobo, una lacra ancestral que se ha agravado últimamente.