Igual que no hay literatura sin lectores, tampoco hay buenos libros sin una lectura de calidad que los acompañe. C. S. Lewis (Belfast, Irlanda, 1898), el autor de Las crónicas de Narnia, asegura que no todos los lectores encaran una obra literaria con la misma conciencia. En La experiencia de leer, el ensayo convertido en clásico que se publicó en 1961, Lewis propone invertir la crítica literaria como un “experimento” que persigue distinguir un buen libro de uno malo en función del lector que a él se enfrente.
Los lectores, por cierto, se diferencian por la disposición que presentan al propio ejercicio de leer. El “no literario”, una mayoría que no contempla la posibilidad de la relectura, “nunca presta a las palabras más que la mínima atención necesaria para irse enterando de la peripecia” –son los que leen para quedarse dormidos, dice–, mientras que un “lector literario” desconfía de las novedades y de las historias “chocantes” contenidas en los “libros prohibidos”.
Pertenecer al selecto grupo de la minoría no lo determina el libro que lees, sino cuáles son los intereses que te han llevado a él, la manera desprejuiciada con que afrontas su lectura en calidad de “receptor no pasivo” y, sobre todo, qué consecuencias extraerás de la experiencia.
Del modo en que desdeña el entretenimiento y la cultura popular se desprende un tufillo elitista, por más que en muchas ocasiones alcance a disimularlo. Los matices son dardos que se dirigen al lector formado. Por un lado, se detiene en el problema de leer como “un simple trabajo”, hecho que “destruye la sensibilidad”. Por otro, no cree que la literatura deba circunscribirse a “una asignatura”, por lo que la desvincula de lo académico, desacreditando su solemnidad. La experiencia de leer es un libro elocuente, certero, conciso y necesario. Por suerte, también muy discutible.