Sabemos que están a punto de llegar y que, cuando lo hagan, no serán amables con nosotras. En el pueblo solo quedamos mujeres, niños de menos de 13 años y ancianos de más de 70. Al resto se los llevaron. A Johan cuando empezó todo, hace más de 5 años. Los que se fueron con él no han vuelto. Posiblemente ninguno volverá porque los de este pueblo acabaron todos en el Este. A Johan me lo imagino en una cuneta helada, o haciendo de maniquí en una postura humillante.
Dicen que cuando el enemigo se encuentra con uno de los nuestros congelado, o varios, hacen composiciones de grupo para divertir al personal. Igual ha tenido suerte y se ha derretido. Y se lo han comido los carroñeros. A otros se los han llevado hace tan solo unos meses, niños imberbes que no podían con el fusil, ancianos desnutridos y cansados que no quieren volver a matar. Sabemos que van llegar y nos van a culpar a nosotras de lo que encontrarán ahí, al otro lado del bosque, porque los verdaderos culpables escaparon hace días. Los vimos irse, despojados de sus uniformes, con los coches y camiones hasta arriba de enseres, cajas, maletas. Iban borrachos. Ellas también.
Desde que se fueron en desbandada ha dejado de oler y de llegar cenizas al jardín, a las ventanas, al porche de la casa, a las macetas, pero no consigo desprenderme de ese olor dulzón y penetrante, asqueroso. Por mucho que limpie, veo todo gris, un gris pegajoso, untuoso. Lisa me dice que no, que son imaginaciones mías, que me centre en los cantos de los pajaritos, que se vuelven a escuchar, y en lo limpio que está el cielo primaveral. Ella tiene todo impoluto, siempre lo ha tenido, como si nada pasara, como si nada hubiera pasado. No hay nada que transforme la apariencia perfecta de Lisa, ni el miedo ni el hambre ni el olor ni la ceniza ni los rumores.
[El cuento de enero: 'Un hombre entre el público']
No, no hay olor, no se ven, como en los últimos meses, las altas llamas de la chimenea más allá del bosque, tampoco hemos oído la sirena a las 4 de la mañana y a las 4 de la tarde, pero yo sí percibo un murmullo constante, cada vez más cercano, como si cientos, miles de gusanos estuvieran arrastrándose hacia aquí. Lisa, por supuesto, no oye nada, solo al cuco y al zorzal. Anoche sentí ruidos en la cuadra. Nada queda ahí que me puedan robar. Se llevaron todos los animales, incluso la mayoría de los aperos.
Me queda una vieja pala, un rastrillo, un hacha mellada, Pero temía que pudiera entrar gente huida, gente con la que después no sabría qué hacer. Así que me puse la bata, el abrigo por encima, cogí el candil y salí armada con el palo de fresno. No me hizo falta llegar a la cuadra para verlos. Eran un grupo de cuatro, tal vez cinco, escapados del otro lado del bosque, moviéndose como alimañas, seguramente queriendo robarme comida. Les di el alto con la entonación más fuerte y masculina que pude, se sorprendieron, huyeron entre trompicones, cayéndose alguno por el camino.
Dicen que cuando el enemigo se encuentra con uno de los nuestros congelado, o varios, hacen composiciones de grupo para divertir al personal
Pero uno se paró en seco. Le amenacé de lejos con el palo y, en vez de huir, se acercó a mí hasta que estuvo a unos dos metros. Le pude ver bien: ojos perdidos en unas cuencas absolutamente redondas, pómulos a punto de rasgar la piel, boca hundida y oscura, orejas picudas como las de un gnomo. Extendió su mano huesuda y me dijo algo en un idioma que no entendí. No era un insulto, tampoco una pregunta. Estaba constatando algo. Se dio la vuelta, arrastrando un abrigo bajo el que se intuía un esqueleto.
Estoy limpiando los cristales de nuevo y siento temblar la tierra, un rumor de ruedas, botas, voces masculinas. La niña de Lisa viene corriendo. Ya está aquí el enemigo, ya está aquí. Sacamos las sábanas blancas y las colgamos de nuestros balcones. Nos escondemos juntas en la casa de Lisa. Pasamos horas en silencio, expectantes. Hasta que, predeciblemente, se oyen golpes fuertes en la puerta. Abrimos. Un soldado enemigo nos manda salir. Muchos vecinos, como nosotras, están frente a sus casas.
Cuando ya han vaciado todas, nos ponen en filas de cinco y nos hacen marchar. Uno nos dice, con acento extranjero, “Os vamos a llevar a un paseo por el campo”. Nos miramos asustadas, se oye un murmuro general, no irán a hacer con nosotras eso que hacían con… ¡Silencio! Grita el soldado. ¡Marchen! Salimos del pueblo, el día es precioso, soleado y fresco. Hace seis años estaría aquí mismo con Johan, recogiendo flores silvestres, planeando nuestra boda, soñando con los hijos que nunca tendremos.
Paramos. Nos ponen en fila de a uno. Oigo más adelante gritos de mujeres, veo a una que se desmaya, ¿qué hay ahí delante?
Quién pudo imaginar entonces la muerte, la devastación, el miedo y el hambre que estamos pasado. Toda la alegría del principio, cuando nos pensábamos invencibles, que el mundo nos pertenecía, que haríamos de él nuestro paraíso, libre de todo lo feo, sucio e indeseable. Quién pudo imaginar que un deseo tan honesto, un ideal tan puro, podía acabar así, en esta pesadilla y este olor nauseabundo, porque caminamos por un campo de flores pero huele a algo terrible, mucho peor que el olor de la chimenea.
Paramos. Nos ponen en fila de a uno. Oigo más adelante gritos de mujeres, veo a una que se desmaya, ¿qué hay ahí delante? Lisa se vuelve, no entiendo su mirada. Nos acercamos más. No distingo lo que es, el olor me provoca una arcada, ahora sí, veo brazos, piernas cabezas rapadas, cuerpos de goma que se apilan hacia el cielo, desnudos, no sé si hombres, mujeres, sí niños, cientos, el soldado me obliga a parar poniendo su zarpa sobre mi hombro, después, a seguir circulando, entramos por unas puertas de hierro, esas de las que se hablaba en el pueblo y que algunos vecinos traspasaban para trabajar no sabemos de qué.
[El cuento de febrero: 'El gallinero']
Más cuerpos, mujeres tiradas suplicando con niños muertos en los brazos, niños perdidos, zanjas llenas de cuerpos, olor, este olor, nos obligan a mirarlos, los que parecen vivos nos miran y yo no sé qué veo en esos ojos, desprecio, odio, son ojos que me miran desde un lugar al que no quiero ir, que no me lleven, yo quiero volver a mi casa, está tan cerca de aquí, a mi jardín y mis macetas, aunque estén llenas de cenizas, para acabar de limpiar.
Seguimos avanzando en medio de los ojos que miran y los que ya no miran, nos llevan a un edificio en el que hay más montañas de cuerpos, mujeres organizándolos en grupos más pequeños, reconozco a varias vecinas, nos empujan hasta el edificio de al lado, donde está la chimenea, ahora la veo de cerca, qué alta es, normal que desde casa viéramos las llamas. Y entramos y abren dos hornos que parecen de panadería pero dentro hay trozos grandes y cenizas y me ordenan unirme a otro grupo de mujeres para organizar esos cadáveres de plástico a los que falta de todo: grasa, dientes, pelo. Y yo me derrumbo y vomito y se me acerca un hombre, podría ser el de anoche o cualquier otro porque son todos iguales, y me dice algo que ahora sí entiendo: no digas que tú no sabías.
Edurne Portela (Santurce, 1974) ha sido, hasta 2015, profesora de literatura en la Lehigh University (Pensilvania). En 2016 publicó el ensayo El eco de los disparos: cultura y memoria de la violencia (Galaxia Gutenberg). Su primera novela fue Mejor la ausencia (Galaxia Gutenberg, 2017), Premio 2018 del Gremio de Librerías de Madrid. En 2019 salió la segunda, Formas de estar lejos (Galaxia Gutenberg) y con Los ojos cerrados (Galaxia Gutenberg, 2021) obtuvo el Premio Euskadi de Literatura en castellano. Acaba de publicar con la misma editorial Maddi y las fronteras.