Licenciado en Ciencias de la Comunicación y profesor, Guillermo Arriaga (Ciudad de México, 1958) debutó como novelista en 1991 con Escuadrón guillotina, aunque saltó a la fama en el año 2000 con la película Amores perros, escrita por él y dirigida por su alumno Alejandro González Iñárritu, con el que rompería, tras 21 gramos y Babel, por un choque de egos.
Sin embargo, en 2005 Arriaga obtuvo el premio al mejor guion en el Festival de Cannes por Los tres entierros de Melquiades Estrada, dirigida por Tommy Lee Jones. Sin dejar de alternar la novela con el cine, en 2016 publicó El Salvaje y en 2020 obtuvo el premio Alfaguara con Salvar el fuego.
El narrador, director y escritor de cine presenta en España su última novela, Extrañas (Alfaguara), en la que abandona el México actual más perro y violento para viajar a la Inglaterra del siglo XVIII. Lo hace de la mano de William Burton, un joven noble, heredero con una fortuna colosal, que es expulsado de su familia cuando decide estudiar Medicina para ayudar a los “ángeles rotos” que ha descubierto en sus tierras.
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Pregunta. ¿Cómo y cuándo nace este libro?
Respuesta. La idea de Extrañas surgió como un relámpago, mientras iba en carretera de Uvalde a Del Río, en Texas, en el 2012. Sergio conducía y por alguna razón, extraña como el título de la novela, la historia empezó a desarrollarse a borbotones y de manera caótica. En ese mismo momento se la conté a Sergio. Mi amigo se volvió a verme y solo meneó la cabeza, “otra de tus locuras”, respondió. Mi primer plan era narrar la historia de las “extrañas” en varios lugares y en diferentes épocas; de hecho, escribí el comienzo de todas esas historias, una en Mongolia, en el año 900; otra en Noruega, en el siglo XV; otra en el México Contemporáneo y la última, en Inglaterra en el siglo XVIII. Esta terminó por imponerse a las demás y el resultado es ahora Extrañas.
P. ¿Tardó mucho en escribirla (se dice que corrige sus obras entre 20 y 50 veces)?
R. Después de Escuadrón guillotina, que escribí de manera furiosa en apenas diez días, esta es la novela en la que menos me he tardado, solo dos años y unos meses, contra los cinco años y medio de El Salvaje y cuatro años y cuatro meses de Salvar el fuego. La reescribí completa seis veces. Eso significa transcribir palabra por palabra y al hacerlo, efectuar cambios, y luego la corregí varias veces. Un día antes de ir a prensa, cuando ya estaba formateada la novela, llamé a Mayra González, mi editora, para decirle que tenía trescientos veinte cambios y que había eliminado unas cuantas páginas más. A pesar de ser un despropósito, accedió, como buena cómplice que es. Tengo que reconocer el enorme trabajo que ella y mis otras dos editoras, Carolina Reoyo y Pilar Reyes, junto con un equipo de brillantes colaboradores, hicieron con esta novela.
P. ¿Qué ha suprimido o qué personaje ha acabado teniendo un protagonismo inesperado?
R. Escribo con una vaga idea de lo que deseo contar. No hago líneas argumentales, no tengo idea de quiénes son los personajes, no sé hacia donde voy y, por supuesto, no tengo idea del final. Avanzo improvisando y voy descubriendo la novela conforme la escribo. Este proceso lo disfruto porque escribo como lector, y me sorprendo de lo que hacen los personajes y las peripecias a las que se enfrentan. Cuando acabo, hay una aglomeración brutal de palabras que necesito cribar para eliminar la grasa sobrante y dejar la novela lo más fibrosa posible. Por lo general, quito excesos de palabras, sobre todo adjetivos o párrafos farragosos, no personajes.
“Escribo con una vaga idea de lo que deseo contar. No hago líneas argumentales, no tengo idea de quiénes son los personajes”
P. La novela tiene un final abierto: ¿supo desde el principio que sería así, o los personajes y la trama se fueron imponiendo?
R. A veces siento que me dictan la novela, que no soy yo quien la escribe, sino ellos, los personajes. Escribimos con el inconsciente. Poco puede hacer la razón y la inteligencia frente a una historia y por eso no planeo la novela. Por más esfuerzos conscientes por conducirla hacia algún sitio, las historias y los personajes terminan por imponerse. Dicho esto, el inconsciente es un depósito donde se acumulan experiencias vitales, conocimientos, sucesos, lecturas, roces, dudas, certezas que poco a poco impregnan la escritura. En mi caso, además, incorporo acontecimientos de la vida diaria: por ejemplo, si llueve en mi ciudad, llueve en la ciudad de la novela, si me enfermo de algo, mi personaje se enferma de lo mismo, y así.
P. No quiero hacer spoiler, pero la vida del protagonista cambia cuando descubre a dos de los “ángeles rotos” que la inmensa finca familiar esconde: ¿la actitud de la sociedad en general ha cambiado lo suficiente respecto a quienes son “diferentes” (aunque ya no sean exhibidos en circos)?
R. Ha cambiado, por supuesto, pero creo que de todos en la sociedad, las personas con “diferencias” han sido los más relegados. Espero que esta novela suscite un diálogo al respecto y hagamos más por ser empáticos e incluyentes con ellas y ellos.
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P. Con todo, la novela es una apuesta por la ciencia y el progreso, y contra la superstición y el miedo. Incluso escribe: “la ciencia obliga a mirar hacia donde nunca imaginamos”. ¿Y la literatura?
R. Para mí, el arte debe mostrar aquello que nos negamos a ver, poner la luz donde hay sombras, magnificar pequeños detalles, exponer heridas, pero a la vez, brindar caminos para suturar, para aliviar, dar pie a la solidaridad, a la ternura, al amor.
“Shakespeare y Baroja son influencias en toda mi obra, pero la mayor en 'Extrañas' ha sido la vida misma”
P. Llama mucho la atención el estilo, sin apenas puntos, esto es, puro relato...
R. Me propuse las siguientes reglas con el afán de darle un carácter dieciochesco a la novela: uno, no usar palabras acuñadas después de 1790. Eso me significó problemas; en una novela donde la ciencia y la medicina son fundamentales, no pude usar vocablos como torso, escalpelo, consultorio, sífilis, no existían en esa época. Por fortuna, hallé una valiosa página de la RAE: Enclave RAE, donde se anota la primera vez que se usó una palabra o la primera vez que fue registrada en el Diccionario de la Real Academia Española, en 1780.
P. ¿Alguna regla más?
R. Claro: no hay un solo “que” o “qué” o “aunque” o “porque” o “por qué” en la novela. Eso me obligó a reelaborar las frases para evitarlos, con el afán de darle una textura diferente a lo contemporáneo; de igual modo, evité el uso del adverbio terminado en mente: no hay uno solo en la novela. Y, por último, la puntuación trató de ser similar a la empleada en el siglo XVIII, donde los escritores escribían con largos párrafos, casi sin puntos. Al leerla, me di cuenta de que, además, el uso extensivo de las comas y la poca utilización de puntos, le brindaba al texto un ritmo y una cadencia y decidí entonces apostar por las comas.
P. Otra cosa que asombra es el lenguaje que emplea, su riqueza de registros. ¿Ha supuesto un trabajo añadido de documentación?
R. No, no soy alguien que investiga mucho, la mayor parte de lo que hago es basado en la imaginación. En mi escuela secundaria, la materia de Teatro era obligatoria (de lo mejor que me ha sucedido en la vida), y parte de los ejercicios de actuación consistía en recoger experiencias de la vida para otorgársela al personaje en cuestión. Como soy un obseso del lenguaje, recojo vocablos adonde quiera que voy y estoy muy atento a la manera en que la gente se expresa.
P. ¿Qué le debe Extrañas a William Shakespeare, a Defoe, a Alejandro Dumas, Joseph Conrad e incluso a Pío Baroja?
R. Shakespeare y Baroja son, en definitiva, influencias en toda mi obra, dos enormes autores a los que mucho les debo, pero también a Faulkner, Rulfo, Hemingway y, en esta novela en particular, a Conrad. Sin embargo, la mayor influencia en mi novela ha sido la vida misma. Desde hace muchos años he estado en contacto con aquellos a quien la sociedad rechaza por sus diferencias y he sido marcado por mi interacción con estas magníficas personas. Sus dolores, sus dudas, sus alegrías, sus metas, su manera de relacionarse con los demás, se convirtieron en valiosas enseñanzas para mí. Incorporé también las valiosas enseñanzas y conocimientos que me ha traído el poderoso rito de la caza.
P. Es curioso: su protagonista es un hombre del XVIII con sensibilidad del XXI para los demás y para los animales, y usted es cazador: ¿qué tal se lleva con animalistas y veganos?
R. Me llevo bien con todo aquel que está dispuesto a respetar, a escuchar, a dialogar, a intercambiar puntos de vista. Cuando un animalista o un vegano me permiten exponer mi posición al respecto, explicar cuánto de profundo hay en el rito de la cacería (no es un deporte, ni mucho menos es una diversión), empezamos a hallar puntos de encuentro y se entiende la honda paradoja de un profundo amor a los animales y a la naturaleza con el acto de cazar. Además, no hay un solo tipo de cazador, hay distinciones entre unos y otros, y sí, llegamos a ser muy diferentes.
P. Escribe que en el viaje no hay destino final, que el destino es el viaje: ¿hacia dónde cree que le conduce el suyo en la literatura y en el cine?
R. Hacia el encuentro con los demás, porque al final, de eso se trata el arte.
P. Tras haber conquistado el festival de Cannes con Amores perros y Los tres entierros de Melquiades Estrada, ¿por qué le molesta tanto que le llamen guionista y no escritor de cine?
R. Me molesta lo despectivo de la palabra guion: pequeña guía y guionista, hacedor de pequeñas guías. En el pasado se hablaba de libro cinematográfico. La televisión (no la que cuenta historias de ficción, sino la de noticieros y programas en vivo), con su velocidad y su necesidad de avanzar con rapidez, trajo consigo la palabra guion, porque ahí sí se necesitaban guías. No paso tres años escribiendo una obra para cine para ser considerada solo una “pequeña guía”. Creo que lo justo es llamarnos “escritores de cine” y una “obra para cine”. La dramaturgia cinematográfica también es literatura.
P. Por cierto, si se llegara a rodar una película basada en Extrañas, ¿le gustaría dirigirla?
R. Preferiría que alguien más lo hiciera y no dejarme a mí tan incestuosa labor.
P. ¿Sigue pensando que la clase obrera (el mundo en general) está yendo al fascismo por culpa del populismo? ¿Es posible cambiar el rumbo?
R. Lo diré en términos marxistas: cuando las clases obreras sean una clase para sí y no una clase en sí, o en términos de Paulo Freire, que se cuenten con oportunidades de trabajo y de educación para estar “con” el mundo y no “en” el mundo. Al fin y al cabo, la desesperanza y la frustración devienen de la carencia de oportunidades. Un cambio sustancial debería comprender la supresión de los grandes males: el racismo, la xenofobia, el desprecio y la humillación a los demás.
P. Hace tiempo aseguraba que el mundo se divide entre quienes tienen miedo y quienes tienen rabia. ¿No nos sobran razones para uno y otra? ¿Qué es lo que hoy indigna más a Guillermo Arriaga? ¿Qué le produce más temor?
R. Lo que más me indigna es una sociedad que no brinda oportunidades por igual para todos, que el color de piel aún suponga un problema, que la miseria no sea considerada el mal mayor de una sociedad. Eso me indigna y no me causa temor, pero sí preocupación: que desbaratemos el mundo por nuestra incapacidad para dialogar unos con otros y que en su afán por ejercer la intolerancia, el autoritarismo y el control de los demás, varios se escudan en causas “buenas”, ejerciendo actitudes más cercanas al fascismo que al humanismo.