Alain Finkielkraut (París, 1949) es un pensador poco complaciente. No halaga el gusto actual por lo políticamente correcto ni se deja seducir por los cantos de sirena del reaccionarismo, que hoy simula defender la democracia para que el péndulo del populismo oscile hacia su flanco. Este filósofo de origen judío, profesor de Historia de las Ideas en la Escuela Politécnica de París, viene de haber vivido mayo del 68; de haber pasado por los campus hippies de Berkeley en los 70; de haber militado en la izquierda y haber celebrado avances en materia de libertades durante las décadas previas a la caída del Muro de Berlín.
Por eso, su ácida denuncia de la idiotez ideológica del presente resulta tan irritante para la hipertrofiada buena conciencia de una "izquierditud" que cree encarnar en exclusiva la marcha del mundo hacia delante. ¿Uno de los suyos que cambió de bando?
Lo cierto es que Finkielkraut no se ha movido tanto: sigue apostando por la Ilustración, por el juicio crítico y por la virtud formativa de las grandes obras de arte, y desde ahí denuncia los excesos paródicos y las contradicciones en que incurre el furor igualitarista del wokismo actual, del neofeminismo esencialista al antirracismo sonámbulo. A todo ese reinado de pensamiento único le advierte que, por intenso que sea su sentimiento de estar en el lado bueno de la Historia, va desnudo de ideas. Y sin ellas, sin discernimiento ni capacidad para los matices, la cultura de la cancelación acaba sometiéndolo todo al dictado de sus terribles simplificaciones.
Entramos así en una era de "posliteratura": un tiempo en que ya no rige la complejidad de la visión literaria del mundo ni el disenso irónico. El nuevo orden moral exige que el arte y la cultura no sean ya sino defensa de "la buena causa". Pero con eso se pierde toda la sutileza y diversidad de la experiencia humana, mientras se acentúa la intolerancia ante lo falible de nuestra condición.
Como escribiera Finkielkraut en su discurso de ingreso a la Academia francesa, reproducido aquí como primer capítulo, estamos ante el triunfo de la tía Céline, ese personaje de la gran novela de Proust cuyo sentimentalismo extremo le lleva a percibir todo gesto de distinción como un ataque a su persona y a la humanidad.
A veces se deja llevar por su afán polemista, carga las tintas y con frases lapidarias pinta un retrato despiadado de la decadencia de la Francia actual y, por extensión, de Europa
Leyendo en las obras de ficción del pasado solo su conformidad con la corrección del presente, Occidente se despide de sí mismo. So pretexto de librar una guerra definitiva contra la discriminación, ya sólo se ve en los seres humanos su origen, su condición sexual o su color de piel. Los iluminados del presente no conciben que la realidad pueda arruinar sus bellos argumentos, así que hacen oídos sordos al fundamentalismo, el sexismo o la eurofobia que invade sectores marginales de la población, disculpándolos como reacción lógica por parte de unas víctimas del sistema.
La experiencia de los disturbios de 2005 en la periferia parisina le sirve a Finkielkraut para avisar de este doble rasero a la hora de condenar el racismo islamista o el antisemitismo, tal como cuestiona las exageraciones del Me Too.
No se trata de negar la existencia de violencia de género, de actitudes racistas o discriminatorias en nuestras sociedades; pero sí de reconocerlas como situaciones que nuestra conciencia colectiva y nuestras leyes condenan cada vez con mayor firmeza. A veces, sin embargo, Finkielkraut se deja llevar por su afán polemista, carga las tintas y con frases lapidarias pinta un retrato despiadado de la decadencia de la Francia actual y, por extensión, de Europa, sin dejar espacio a la esperanza.
Con ello desdibuja la lección que sus grandes referentes literarios, Philip Roth o Milan Kundera, han sabido enseñarnos en sus novelas: que las cosas son siempre más complicadas de lo que uno cree.