Lo más notable de Maggie O’Farrell (Coleraine, 1972) no es el amenazante, claustrofóbico, estético fondo histórico que sirve de base a El retrato de casada, sino lo que Marguerite Yourcenar llama el tono de una ficción histórica. La escritora irlandesa ha regresado al siglo XVI tras el éxito internacional de su novela Hamnet, ganadora del Premio de la Crítica Británica y del Women’s Prize For Fiction, en una obra que compone un cuadro del renacimiento italiano, lleno de texturas y situaciones sombrías.Si en Hamnet son el hijo de Shakespeare y una recreada esposa, Agnes, los seres puestos en pie en una súbita resurrección, aquí la protagonista es Lucrezia, hija del gran duque Cosimo I de Medici, casada a los quince años con Alfonso II d’Este, duque de Ferrara. Como se advierte en una nota inicial en la novela, Lucrezia moriría antes de cumplirse un año de su boda, acaso envenenada por su marido.
No se está desvelando el desenlace de la narración. En la segunda página de la novela, la joven casada, medio encerrada en una fortaleza lejos de la corte, presiente que va a ser asesinada: “La certeza de que él pretende acabar con su vida es como [...] si un ave rapaz de negro plumaje se hubiera posado en el brazo de su silla”. La duquesa adivina que la razón del “repentino viaje a un sitio tan solitario” es el asesinato.
Enseguida reconocemos la voz de Lucrezia en su monólogo interno, aunque quien habla es un narrador omnisciente: “¿Cómo querrá hacerlo? Por una parte le gustaría preguntárselo. ¿Un puñal en un pasadizo oscuro? ¿Apretándole la garganta con sus propias manos?”
[Vila-Matas, Maggie O'Farrell, Irvine Welsh y Bernardine Evaristo, en el festival Capítulo Uno]
Las mudas temporales partirán de esa primera escena, y van a retroceder a la gestación de Lucrezia en Florencia, a su indómita niñez, a su talento para la pintura en el palazzo familiar, hasta llegar a los esponsales con Alfonso, duque de Ferrara, 12 años mayor que ella, en 1560, en Florencia.El tiempo novelístico no es lineal y el desarraigo y el pánico de Lucrezia en la sombría fortaleza, un año más tarde, serán el contrapunto a otros momentos más luminosos en la finca llamada La Delicia, en su casa florentina o en el castillo del duque en la corte de Ferrara.
El desarrollo es lento, amenazador, sin derecho a la esperanza. Lucrezia no se queda embarazada, y además no es suficientemente sumisa; así pues, resulta inservible; futura víctima, se le adivina una conciencia crítica, aunque no se rebela directamente. El encargo de un retrato de la bella duquesa dará pie a reavivar el amor por el arte de Lucrezia. El poema “Mi última duquesa”, de Robert Browning, evocando al duque de Ferrara contemplando el cuadro de su esposa ya fallecida, fue una iluminación para O’Farrell.
La irlandesa es una maestra a la hora de hablar del arte pictórico y de los espacios. En esos espacios donde imaginamos las texturas, las humedades, los candelabros, las aguas de una seda o la finura de los cabellos, se ocultan la violencia, las estrategias políticas, los abusos contra la libertad de las mujeres, los caprichos de los poderosos. O’Farrell teje el destino de Lucrezia en el reverso de un tapiz o una pintura: en los nudos, las tachaduras, las mentiras, las imperfecciones.
[Maggie O'Farrell y el auténtico amor de Shakespeare]
La autora logra matizar el pensamiento aterrorizado o valiente de la heroína. Como afirma Yourcenar, no sabemos mucho de las voces del pasado; Shakespeare o Racine, o la misma Yourcenar en sus Memorias de Adriano, reinventaron las tonalidades de personajes históricos. Maggie O’Farrell se las arregla muy bien para que sintamos la voz y el terror de Lucrezia. Puede pecar de reiteraciones y de exceso descriptivo, pero O’Farrell apuesta por despertar a la duquesa y arrancarla con vida de su retrato de joven casada.