“Después de muchos años sin escribir ninguno, / ayer logré acabar otro poema”. No es fácil leer estos versos sin pensar en que el anterior libro de poemas de Carlos Marzal (Valencia, 1961), Ánima mía, se publicó en 2009. Muchos años, sí, pero no de silencio precisamente, pues en ese tiempo el poeta ha publicado tres novelas, otros tantos volúmenes de aforismos y varios de ensayo. Y es de relieve que inmediatamente a continuación se rectifica: “Sería más preciso el haber dicho / después de muchos años sin suceder ninguno.”
Así, lo que se afirma es que escribir poesía, antes que el acto mismo de trazar palabras, es un acontecimiento, no algo que el sujeto decide sino que se le impone. Ya en su primer libro, El último de la fiesta (1987), el poema “Las buenas intenciones” lo había advertido: “me limito a ordenar, quizá sin merecerlo, / asuntos que una voz ignorada me dicta”. Digamos, pues, que tras dictar los poemas de Ánima mía esa voz había enmudecido, y ahora insiste en ello: “no puedo decir cómo / escribo lo que escribo. / Reduzco mi experiencia a este accidente: / alcanzo a concretar que escucho voces”.
Y ¿qué trae Euforia? Ya el primer poema del libro lo responde. En él, oler unas hojas de romero se transforma en pensar que si su fragancia fuera permanente “no hay duda de que nada moriría”. Eso dice el poema inicial y ello explica el título del libro –euforia: ‘entusiasmo o alegría intensos’, dice el diccionario–, sentirse bien, en un estado de plenitud y da, para quien no conociera la poesía anterior de Carlos Marzal, la clave de este libro y de toda su obra poética. Ese estado no necesita grandes hechos que lo produzcan, sino, como ilustra bien el caso del romero, hasta lo que se diría mínimo o intranscendente para algunos eleva el ánimo hasta hacer pensar en la eternidad.
Y ¿qué origen tiene este entusiasmo? La respuesta la dan los poemas, cada uno a su modo y algunos de ellos de manera explícita: “Aún sigo en mi niñez, / y soy adulto / al viejo que seré le hablo muy joven”, o el titulado “La madurez” proclama en su inicio: “Nunca la alcanzaré”, y añade: “me encuentro / en un perpetuo estado de ignorancia, / tratando de escuchar / en mí, a quien supo: / el niño que yo fui sueña a salvarme”.
Niñez, ingenuidad, como si dijéramos estado de naturaleza, vivir como si el tiempo no hubiera pasado y todo lo que el mundo ofrece fuese un descubrimiento, una revelación, tanto que en el poema “La perfección” se dice de manera rotunda: “Allí donde detengo la mirada / veo la perfección”. Dicho de otro modo: esta poesía es cántico.
Lo que se afirma es que escribir poesía, antes que el acto mismo de trazar palabras, es un acontecimiento, no algo que el sujeto decide sino que se le impone
En ese presupuesto de situación de “infancia” –latín infans, “sin habla”– el yo está a la escucha del mundo y se pregunta “¿Qué anda escrito en el aire? […] ¿Qué va cantando el orfeón del bosque?”. De eso se trata pues, de prestar oído al mundo, a lo existente, a esa “otra lengua”, enigmática hasta que el poeta la escucha y la descifra y su sentido queda cifrado en los poemas, que traen al lector mensajes inéditos, nuevas claves originales por cuanto provienen del origen, murmullo del mundo hecho ahora conocimiento, cántico.
Sí, cántico de la vida y no importa si el asunto del que se habla es luctuoso, como cuando se rememora la muerte de Francisco Brines y en la mañana del enterramiento, “por más triste que estuve / –no lo olvido–, / la tristeza no pudo someterme”.
Marzal escribe siempre con una dicción clara, sin retoricismos y con sentido del ritmo, bien que, como ya había dicho en el citado “Las buenas intenciones”, “Cuido el metro y la rima, pero no me esclavizan”. Con ello y desde la posición de intérprete del yo poético, la lectura, recibir el descifrado de lo que la vida dice, resulta todo un placer también poético.