La naturaleza al mismo tiempo distante y visceral de la obra que nos legó Sylvia Plath (Boston, 1932-Londres, 1963), tan descarnadamente anclada en su vida, ha sufrido el peso de su suicidio hasta convertir a la autora de La campana de cristal en un mito que rozaría el fenómeno pop si no fuera por la importancia que su obra ha tenido en la vocación poética de numerosas voces contemporáneas.
Admitamos, con todo, que esa pátina legendaria flota a su alrededor, contribuyendo a las lecturas distorsionadas más que a una percepción ajustada de quiénes fueron la persona y la artista. Por eso son relevantes las dos biografías que acaban de publicarse en nuestro país, trabajos alérgicos (cada uno a su manera y en su momento) a cualquier forma de misticismo o fabulación que prefieren ajustarse sistemáticamente a los datos y las fuentes textuales de primera mano. Y por eso, también, la coincidencia de su aparición justifica que intentemos trazar este retrato actualizado de su protagonista.
Tras leer las mil quinientas páginas que suman y revisar la obra de Plath bajo su luz, queda claro que las palabras “dolor”, “depresión” o “suicidio” no definen a la escritora, un privilegio que recae en esta otra: “ambición”. Legítima y feroz, artística y pública, intelectualmente rigurosa, admirable y a contracorriente: ambición. Y si alguien considerara conflictiva semejante sentencia, que recuerde, por ejemplo, cómo hace unos años despedimos a Philip Roth en términos parecidos sin que a nadie le pareciera otra cosa que una alabanza.
Porque he aquí una de las claves que convierten a la autora de Ariel en algo más que un caso particular: el encontronazo entre su talento y un circuito literario que durante décadas fue incapaz de desligar “lo femenino” de los tópicos sentimentales o patológicos, por mucho que estuviera tratando con versos y prosas a los que rigen una inteligencia erudita de implacable precisión cerebral.
De Plath se ha escrito que su precoz voluntad de darse a conocer era obsesiva, y que había que leerla en clave emocional o traumática. Menosprecios de miopes frente a un corpus literario atravesado por referencias cuidadosamente escogidas y preguntas sistemáticas, profundas, analíticas.
Adiós, Sylvia romantizada. Hola, Plath cirujana.
En lo que respecta a los libros que nos la han traído de vuelta a la actualidad, vale la pena detenerse un poco en sus enfoques y méritos.
Cuando en 1991 el escritor y editor Paul Alexander afrontó el relato de la vida de Plath, lo hizo optando por un modelo más cercano a la crónica que a la novela o el ensayo. Magia cruda ofrece un recorrido lineal por sus escasos 30 años de existencia, y digo “lineal” en dos sentidos: cronológico, pero también de tono y estilo. Alexander no alza la voz en ningún momento ni subraya dramáticamente ninguna circunstancia, tampoco las más trágicas.
Estamos ante una “biografía” en el sentido estricto del término, justo lo que necesita una figura tan culebronizada. Con todo, el autor insinúa sus propias cábalas. Así, la figura realmente esencial en la vida de la poeta no sería Ted Hughes (con quien protagonizó un matrimonio objetivamente tóxico, de cuyo retrato en Magia cruda sale mal parado el marido, mientras en Cometa rojo se le reconocen la voluntad de construir una pareja igualitaria y el aliento sin fisuras que prestó a la trayectoria literaria de su esposa) sino su padre, muerto prematuramente y origen de un perdurable complejo de abandono en la hija.
Queda claro que las palabras 'dolor' o 'suicidio' no definen a Plath, un privilegio que recae en otra: ambición
La otra constante definitoria de Plath sería, por supuesto, la pulsión de escritura y publicación. Son dos premisas que Alexander no necesita defender con excesos freudianos ni teóricos, sólo con el peso específico de los hechos.
(Unas pocas palabras acerca de esta reedición. Por un lado, es elegante y cuidadosa. Por otro, el prólogo de Luna Miguel, escrito en 2017, permite contrastar su evolución como prologuista, desde el entusiasmo ortodoxo que exhibió aquí al descaro autorreferencial que practica últimamente).
En cuanto a Heather Clark, me divierte mucho la coquetería inicial de negar que Cometa rojo (de 2020) sea “la biografía definitiva”: por favor, ¿quién escribe mil páginas exhaustivas si no es para firmar una biografía definitiva? Y el caso es que probablemente lo haya logrado: cuesta imaginar una aproximación más minuciosa y justa a un ser humano.
En manos de Clark no cabe ni un aspecto relativo a Plath que quede sin matizar, de modo que, por ejemplo, jamás el dibujo de los padres o de Assia Wevill había alcanzado un relieve tan lleno de claroscuros y contrastes, convirtiéndolos en presencias vivas sin reducirlos a arquetipos.
También presta una atención mucho mayor a la obra, desgranando pasajes enteros con verdadera lucidez. Por lo demás, la estudiosa subraya la clave desafiante de una potencia artística que “extendió las alas una y otra vez en una época en que las mujeres tenían prohibido volar”.
Su vida la excede para convertirse en un registro de las condiciones sociales en Occidente que precedieron al estallido de los 60
Entonces, ¿quién fue Sylvia Plath? Una niña obediente en medio de una infancia confusa. Una adolescente abierta al sexo que puso cada detalle del entorno al servicio de su voz literaria. Una vitalista como son algunos suicidas. La hija no siempre justa de una madre no siempre justa. Un cuerpo desbordando deseos, dolencias, trastornos alimenticios. Una americana en Inglaterra a rachas (y una viajera en Madrid, Alicante, Benidorm, Barcelona).
Una mujer del todo consciente de sus decisiones, errores, contradicciones. Una enamorada del mar, sedienta de la fama que merecía, lectora sistemática. Una pacifista depresiva a menudo, perjudicada por los horrores pseudocientíficos de aquellos años en las clínicas psiquiátricas.
[Sylvia Plath, 50 años fuera de la celda de cristal]
La mejor madre que pudo. Una intelectual preocupada por la relación “entre la forma y la musicalidad” (Clark). Una mente abierta en canal, dispuesta a experimentar y condicionada por el dinero, como cualquiera. Una alérgica al victimismo. En fin: una conquistadora en lucha contra el medio.
La acumulación de datos revela a Plath como figura en la Historia, es decir, sujeta a su época. Leída desde este punto de vista, su vida la excede para convertirse en un registro de las condiciones sociales en Occidente que precedieron al estallido de los 60, con toda su carga de represión sexual, misoginia… Pero también una fe más o menos indemne en el futuro, a la que solo se oponían ciertas minorías escandalizadas ante las pistas más visibles de nubarrones en el horizonte, como la escalada nuclear que tanto preocupó a nuestra protagonista.
Sea como sea, la autocontención de Alexander y Clark contribuye a que sus libros puedan leerse como documentos históricos acerca de las costumbres, cauces y límites que afrontaban las mujeres inteligentes a mediados del siglo XX, y contextualizan de un modo racional el destino suicida de Plath.